Como queda claro por la experiencia siria y su antecedente libio, la “primavera árabe” tiene poco de romanticismo virtual y mucho de sangrienta realidad. El costo de erradicar vetustas y feudales dictaduras no se expresa en el Norte de África sólo en salidas democráticas (como la Túnez), pseudodemocráticas (como la egipcia) o la modernización de ciertas monarquías (como la marroquí), sino también en miles de víctimas civiles, destrucción de ciudades, colapso estatal y anarquía anquilosada entre la indisposición de los dictadores y de milicias civiles a transigir.
En ese escenario la misión de Kofi Annan que procuraba por lo menos un alto al fuego en Siria acaba de fracasar mientras que el Secretario General de la ONU, Ban Ki-Moon no puede hacer mucho más que denunciar los crímenes de guerra que se cometen allí (sin que el conflicto haya sido declarado siquiera como guerra civil) y seguir buscando una solución que la reemergencia del veto en el Consejo de Seguridad niega.
La oposición rusa y china a avalar una resolución del Consejo que suponga intervención externa esgrimiendo como excusa la extralimitación operativa de la que se procuró para Libia, no parece razonable para las terribles circunstancias sirias. En efecto, la vulneración del principio de no intervención que, de manera inadecuada, defienden Rusia y China ya se realiza por múltiples medios en Siria mientras que es improbable que Assad pueda sobrevivir políticamente a la carnicería a que se ha desatado en su país y al forado económico que ahoga su gobierno.
Aunque no se puede decir lo mismo de la posición norteamericana y europea que procura no sólo un alto al fuego sino la salida Assad, sí se puede argüir ineficacia por pérdida de influencia. Especialmente si a la demanda occidental expresada en sanciones no se añade la decisión de intervención al margen del Consejo bajo el amparo humanitario (al respecto el Secretario General la OTAN acaba de informar que la Alianza Atlántica no intervendrá porque no logrará con ello estabilidad en el área y probablemente sí desprestigio).
De otro lado, las potencias emergentes –los BRIC- que no sean Rusia y China, apenas se dejan oir como es el caso de Brasil cuyo último pronunciamiento a favor del diálogo quizás no tenga en cuenta que los beligerantes sirios no lo desean.
Por lo demás, no es claro que el gobierno de Assad tenga capacidad de interlocución suficiente porque el anacrónico poder corporativo y sectario en que se asienta probablemente lo tiene prisionero de la red de intereses que lo conforma. Es más, la población que lo apoya y las minorías religiosas que dependen de su protección (la alawita que representa entre 10% o 15% de la ciudadanía y otros grupos que sumarían alrededor de un tercio de la población) le cobraría muy caro el precio de su renuncia.
De otro lado, la composición del Ejército Libre de Siria que confronta a Assad no brilla por su transparencia. En efecto, hoy no es asumible que éste esté constituido sólo por desertores de la fuerza armada siria sino por un mosaico popular y miliciano de múltiples procedencias y compleja identificación. El caos en que se desempeña el gobierno provisional libio ofrece un ejemplo del riesgo que implica identificar a la “oposición” con ese tipo de agrupaciones.
Ese riesgo es mayor si sobre la “oposición” converge el complejísimo entramado de las rivalidades faccionales que, con excepciones, definen la realidad del Norte de África. A sus agrupaciones, hoy denominados “agentes no gubernamentales”, se suman la influencia cruzada sobre Siria que ejercen Irán (en el lado de Assad), Turquía (cuyo rol ordenador no se expresa adecuadamente, entre otras razones, debido a la influencia de poderosas minorías étnicas como la kurda hoy reforzada en el norte de Irak que es otro actor relevante) y los requerimientos de seguridad de Israel.
Siria es hoy, en efecto, un centro donde concurren, yuxtapuestos, múltiples poderes. Allí convergen hoy por lo menos cuatro grandes tipos de conflicto: el irresuelto juego de poder entre grandes potencias en búsqueda de un nuevo equilibrio sistémico y de esferas de influencia; el de potencias regionales que, a falta de un ordenador eficiente, sólo a ajustan el nudo sirio; el demográfico expresado en las nuevas generaciones desempleadas que encuentran amparo en la lucha(más del 60% de la población siria y una clara mayoría en el resto del área) y la eterna y mortal rencilla de las facciones religiosas en el área.
En este contexto una salida meramente política o de singular intervención militar parece extremadamente improbable. Pero quedan un par de alternativas: esperar que los sirios se maten hasta el aniquilamiento o la extenuación mientras el mundo mira la barbarie y se adoptan medidas frente al enorme vacío de poder que se abre en el área; o se interviene colectivamente para imponer el cese de fuego (la paz es otro asunto).
Colectivamente no quiere decir acá una sólo una fuerza de aliados occidentales sino una conformada por Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia y algunos países árabes. A este propósito Rusia debe expresar voluntad pacificadora y ser titular de un rol reconocido que compense su temor interventor y Estados Unido y los europeos deben revisar su estrategia “de salida”. Si ello fuera imposible y se deja que los hechos se desarrollen como hasta hoy, el complejo juego de poder en el área, que algunos desean convertir en un parteaguas estratégico, puede renovar en muchos la convicción sobre las bondades del conflicto como medio aceptado y hasta eficiente de interacción política.
El Perú, como sede de la próxima cumbre entre países suramericanos y árabes, haría bien en adoptar una posición al respecto o en negociar una nueva postergación de esa improbable reunión.
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