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  • Alejandro Deustua

El G20 en París: Agenda Común y Escasa Cooperación Práctica

La reciente reunión de ministros de finanzas y gobernadores de bancos centrales del G20 ha confirmado, según el FMI, que la crisis económica ha sido superada, que algunos de sus riesgos permanecen y que sus impactos sociales son graves.


En relación a la recuperación económica, el G20 ha mantenido el paso coordinador pero aceptando tantas excepciones como circunstancias nacionales y regionales existen y mediante un proceso que, si bien cumple con los lineamientos trazados en la última cumbre de Seúl (noviembre del año pasado), marcha con contracíclica lentitud burocrática.


Y sobre el remanente social de la crisis, el G20 sólo ha reiterado su preocupación por el crecimiento de “dos velocidades”, el arraigado desempleo y la volatilidad de flujos y de precios de commodities pero sin propuestas nuevas o conclusiones útiles al respecto. Sin embargo, en un escenario crecientemente atomizado pero extraordinariamente interactuante, el G20 mantiene como principal virtud la unidad de principios y de agenda. Lamentablemente éstos parecen distanciados, por su lenta evolución procesal, de su dimensión operativa.


De otro lado, si en relación al crecimiento global el Grupo en conjunto reclama sustentabilidad e incremento del potencial, no parece saber cómo eludir las diferencias de perfomance entre los países desarrollados (lenta) y lo países en desarrollo (rápida) que caracterizan la recuperación. En realidad, si no se lo hubiera planteado, quizás no tendría por qué embrollarse en ese dilema en tanto éste deriva de una realidad estructural.


Por ello hace bien el G20 en destacar que su prioridad está hoy más vinculada a la consolidación fiscal. Pero ésta, al igual que los tipos de cambio flexibles y la política monetaria “apropiada” es más un postulado que una realidad debido a la gran divergencia operativa con que esa “consolidación” se lleva a cabo en Estados Unidos, Europa y Asia.


Por lo demás, si los compromisos del G20 han hecho concesiones inevitables a las circunstancias nacionales y regionales, algo parecido ocurre con el riesgo de los desequilibrios externos con el agregado de que la aproximación normativa al problema se viene innovando: en París, a diferencia de la cumbre de Seúl, el riesgo no parece radicar ya en que el desequilibrio sea grande sino “excesivo”.


Y así como ninguno de los participantes ha deseado definir los parámetros de lo que considera “exceso”, los ministros de finanzas y banqueros centrales se han hecho concesiones mutuas ya no para no individualizar responsables sino para no esclarecer el perfil de los misteriosos “lineamientos indicativos” (“indicative guidelines”) que deberían servir para corregir esos desequilibrios y, especialmente, para prevenir los que emerjan en el futuro como medio de anticipar una nueva crisis según lo comprometido a finales del año pasado. En París se ha preferido esperar hasta abril próximo para lograr una mayor precisión al respecto dejando, de momento, apenas un registro de las bases para la construcción de esos indicadores.


Esas bases, de otro lado, están relacionadas con lo evidente: balanza comercial y de cuenta corriente, flujos netos de capitales, políticas monetaria, fiscal y cambiaria y precios de commodities. La llave del misterio podría encontrarse en el peso que se otorgará a cada uno de estos factores en la construcción orgánica de los índices.


En apariencia, países como China o Estados Unidos, que podrían haber sido sujetos de mayor presión por su responsabilidad en el incremento de los precios de los commodities y la distorsión del mercado por la subvaluación del renminbi (el primero) o por el exceso de liquidez (QE) que presiona la devaluación del dólar (el segundo), han salido bien librados de esta ambigüedad. Pero, según los medios, autoridades de potencias emergentes o regionales como Brasil y Argentina han expresado también alivio con estas indefiniciones que no comprometen la autonomía de sus políticas económicas.


De otro lado, aunque el fortalecimiento del sistema monetario internacional sigue siendo una prioridad destacable, las medidas para controlar la vulnerabilidad que generan las excesivas fluctuaciones de los flujos de capital y la insustentabilidad de los tipos de cambio no se han hecho notar en el comunicadoParís. En lugar de ello el amplio debate entre los miembros del Grupo y la tensión consecuente es lo que ha emergido de la reunión junto con la disposición a implementar normas que debiera estarse aplicando con mayor rigor (los términos de Basilea III referidos a mayores requerimientos de capital de reserva y de prevención, mayor liquidez y menor ratio de apalancamiento) a la luz de la persistente debilidad del sistema bancario europeo y la indisposición a prestar de los bancos mayores (para no hablar de los escandalosos bonos que se conceden los banqueros que se han beneficiado de los rescates con dineros públicos).


De otro lado, los mecanismos de control de la banca de inversión excedida en colocación de derivados y la supervisión de las agencias calificadoras de riesgo siguen inmersos en un montaña de estudios cuyas conclusiones y recomendaciones la reunión de París no ha esclarecido. Mientras tanto, ciertas agencias continúan calificando deuda soberana sin mayor merma de influencia (su más reciente demostración de vigencia ha sido la degradación de la calificación de la deuda japonesa).


Tarde o temprano, las decisiones del G20 deberán producirse en tanto los temas siguen vigente en la agenda. Pero si “algo es algo” en reuniones preliminares como ésta ese algo es menos importante todavía cuando la urgencia reclama acción y ésta no se produce.


Tal es el caso de las decisiones no adoptadas en relación a factores exógenos a los problemas de oferta y demanda en el incremento de los precios de los commodities (alimentos y energía) cuya dimensión de seguridad está jugando un rol mayor en la crisis del Medio Oriente (el caso de la inflación de los precios de los alimentos). Los participantes del G20 no necesitan lecciones sobre la implicancia estratégica de este problema, pero su disposición a controlar la acción de intermediarios y especuladores parece menos ligada a la emergencia que a la pluralidad de informes que serán evaluados más adelante. El problema de esa postergación es que ésta agregará puntos a la creciente inestabilidad internacional.


Por lo demás, el llamado a la conclusión de la Ronda Doha en el comunicado final de la reunión de París parece tan poco vigoroso como la capacidad de realización reciente de la OMC. Es posible que la menor importancia otorgada a la conclusión de esas negociaciones comerciales multilaterales obedezca a la necesidad de no despertar demasiadas expectativas sobre la misma. Pero esa conclusión parece tan calculadora como la pérdida de credibilidad de la OMC en este empeño que, de realizarse, reportaría US$ 360 mil millones anuales de nuevo comercio según The Economist. Las divergencias de intereses deben ser aún mayores entre las potencias desarrolladas y emergentes más involucradas en la Ronda Doha para que estas negociaciones no merezcan mayor perfil en una reunión de países que representan alrededor de 80% del PBI global.


Finalmente, con esta misma falta de atención específica y normativa los miembros del G20 han reportado su apoyo a las reformas políticas y económicas que deben implementarse en Egipto y Túnez. Si es verdad que los ministros de finanzas y los gobernadores de bancos centrales normalmente no se pronuncian sobre asuntos estratégicos de esta naturaleza, la crisis de África del Norte, el Medio Oriente y parte de Asia Central es de tal magnitud que una reacción más comprometida era necesaria. Esperamos que no sea ésta una seña de indisposición a trabajar cooperativamente cuando la coordinación de políticas se muestra evasiva y la singularidad de las circunstancias de cada Estado va ganando terreno en el G20.


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