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  • Alejandro Deustua

El Estado Envenenado

La corrupción ha lastrado al Estado a lo largo de su historia. Siendo el nuestro presidencialista el compromiso de sus titulares ha afectado casi siempre su autoridad. No extraña, por tanto, que su capacidad de ordenamiento interno y de proyección internacional haya sido débil y que la corrupción haya sido un factor destructor de la soberanía.

En ese marco, la corrupción que se tragó al Estado en la última generación ha sido distintiva porque acompañó el proceso de apertura económica y la lucha contra la subversión.

Ese ciclo que debió terminar el 2000 al inicio de la restauración democrática se mantiene bajo formas de comportamiento más específicas pero no menos letales como la contratación entre el sector público y el privado (el caso lava Jato), el financiamiento externo de los partidos políticos (el caso Odebrecht) y la mayor o menor afectación de esos hechos en la conducta presidencial.

Tal situación no se oculta tras el fin de ciertas prácticas hasta hace poco toleradas (las coimas tercermundistas deducibles de impuestos en los países de origen de empresas extranjeras). Ni tras la posición de media tabla que el Perú ocupa en los ránkings internacionales de corrupción (compartimos con Colombia, Panamá, y Brasil el puesto 96 entre 180 países en el índice de Transparencia). Ni debajo de nuestra gravísima informalidad laboral (más del 70%) que introduce el delito a la economía.

Por lo demás, la evidencia de la corrupción es tan flagrante que es incapaz de ocultar la pérdida de autoridad jurisdiccional que implica la aceptación de la delación eficaz frente a la incapacidad del Estado de lidiar con el delito. Tal debilitamiento de la capacidad de ordenamiento interno complica nuestra soberanía.

En el sector externo esa complicación se traduce, p.e., en incapacidad para disminuir la vulnerabilidad de la economía (tan vinculada al comportamiento de precios de los productos básicos) que se ha incrementado ligada a la contracción de la industria, la construcción y los servicios vinculados a la trama Lava Jato y Odebrecht.

Ese pasivo de corrupción pertenece al ámbito de nuestras relaciones exteriores tanto como pertenece al ámbito de nuestra política exterior la incapacidad de confrontar al Brasil por decisiones de gobernantes del PT, de su banca de desarrollo y de sus grandes empresas que nos han sangrado. Al respecto es extraordinario que hasta hoy no se haya esclarecido el rol de la “asociación estratégica” con ese país en esta oscura situación.

Por lo demás, será difícil que bajo la sombra de la corrupción el Perú pueda mejorar su aspiración de incorporarse a la OCDE, promover con éxito la corrección de la conducta totalitaria de Maduro (el liderazgo del Grupo de Lima está en cuestión) o liderar adecuadamente cumbres americanas sobre el tema.

Si la corrupción impide el adecuado establecimiento del orden interno (el Estado de Derecho) y una acción externa eficaz (una función soberana), estamos frente a un problema que atañe a las condiciones de sobrevivencia del Estado. Éste debe reaccionar.


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