Con un aterrizaje suave de la economía mundial ya confirmado pero que puede descarrilar (OCDE, FMI) y con niveles de fricción interestatal al alza (a los imponderables de la guerra comercial sino-norteamericana se suma la reversión de los regímenes de control de armamentos –INF-, despliegues y ejercicios militares –Eurasia, Asia-Pacífico- y nuevos escenarios –el espacio-) no es necesario indagar sobre expectativas pesimistas sobre el rumbo del sistema internacional. Objetivamente, éste ha empeorado y no hay signos de reversión para el próximo año.
Ciertamente no estamos al borde de un desastre: la economía global seguirá creciendo y el conflicto, que se incrementa estructuralmente, puede mitigarse en casos puntuales. Pero el cuadro de situación puede empeorar.
En efecto, si la guerra comercial resta puntos al PBI global y el incremento de capacidades militares es manifiesto (el gasto militar en 2017 fue el más alto desde el fin de la Guerra Fría –SIPRI-), en Estados Unidos el pleno empleo manda y en la Eurozona el desempleo llega a un 8% lejos de la crisis del 2008-2009.
Pero el bajo nivel de ingreso disponible agravado por la escandalosa desigualdad en la distribución de la riqueza –el 1% más rico controla 42.5% del total (Credit Suisse) es tan preocupante como la falta de perspectivas de las clases medias occidentales. De ello da muestra la revuelta francesa, las tendencias “populistas” en Europa y las anomalías políticas norteamericanas.
Al cabo de la fragmentación europea (siendo el Brexit su más penoso ejemplo), el asunto más grave quizás sea menos la pérdida de poder relativo de Estados Unidos que una nueva crisis civilizacional en Occidente. Así, colaboradores del FMI proponen ya un “nuevo contrato social” frente al entrampamiento del liberalismo, a la inequidad, las fallas de la globalización, el temor al futuro derivado del progreso tecnológico y el antagonismo generacional.
Y en América Latina, la debilidad del crecimiento regional (1.8% el próximo año, bien por debajo del global) interacciona con la desaparición de los foros de consulta, la corrosión de los mecanismos de integración (la convergencia liberal en la Alianza del Pacífico está en cuestión) y la heterogeneidad política expresada en la orientación de sus principales potencias (Brasil, México).
En ese escenario, la centralidad de la dictadura venezolana atrae a sus hijastras del ALBA convocando crecientemente el poder económico y militar de China y Rusia sin que una pestaña se mueva en el Grupo de Lima (quizás porque el stock diplomático, que incluye el rompimiento, se agota). Las cosas pueden cambiar inciertamente con el Brasil de Bolsonaro y su renovado contacto norteamericano.
En ese marco del deterioro democrático regional dos esperanzas surgen: el combate a la corrupción en Brasil y el Perú (que puede torcerse) y el crecimiento de las exportaciones intrarregionales (17.2% -CEPAL-). Pero ello es insuficiente para mitigar la secular dependencia primario-exportadora y sustanciar una mejor inserción en el mundo.
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