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  • Alejandro Deustua

Uruguay y el Mercosur: La Sobrevivencia Vs. el Juego de Poder

El afán por crear múltiples polos de poder que cuestionen la actual estructura del sistema internacional viene arraigándose en Suramérica de manera tan precaria como irracional. La precariedad del empeño radica en la ausencia de capacidades suficientes para emprender un decisivo esfuerzo que altere la estructura de poder mundial, en una absurda propensión a cultivar al respecto el antinorteamericanismo en el hemisferio americano y en el empleo de los erosionados cimientos de los esquemas de integración subregional a estos efectos.


De otro lado, la irracionalidad del emprendimiento se evidencia cotidianamente en el daño colectivo que produce desbordado comportamiento venezolano, en el eco grandielocuente que éste registra en las reuniones con Brasil y Argentina (como la que acaba de producirse en Brasilia) y en la marginación de los estados pequeños que siempre tuvieron vuelo propio. Uno de estos casos es el de Uruguay.


Uruguay es un país fundamentalmente agrícola y agroexportador y un importante oferente de servicios financieros. Su escaso tamaño y la limitación de su base económica depende, más que los países grandes, de una buena inserción regional y mundial. El primer requerimiento se satisfacía hasta la crisis brasileña de 1999 y la argentina de 2001 con un intercambio comercial con el Mercosur que alacanzaba hasta el 70% de sus exportaciones (Openheimer). El segundo, se garantizaba con la solvencia de su sistema bancario y su credibilidad como plaza financiera (a pesar de los excesos y turbiedades que acarrean ciertos negocios en estos centros). Pues bien, la crisis brasileña y argentina retrajo sustancialmente el comercio con el Mercosur a 25% de las exportaciones totales (Openeheimer) y desestabilizó el sistema bancario en buena cuenta por las corridas que produjo la crisis del peso argentino. Entonces Uruguay miró hacia otras latitudes. En tanto sus exportaciones a Estados Unidos representan ahora alrededor de 24% del total, estrechó vínculos con esa potencia en el marco del intsrumental que promueve el Alca. Un hito en esa dirección fue el acuerdo de protección de inversiones suscrito con la superpotencia el año pasado. Si ello alertó a los socios mayores del Mercosur, cuando el gobierno de Tabaré Vásquez, a través de sus ministros de Relaciones Exteriores y de Agricultura (un exguerrillero tupamaro), anunció su interés en negociar un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos, el núcleo del Mercosur se removió por completo. Si el status de zona de libre comercio de esa agrupación subregional genera fricciones internas entre los dos socios mayores (Argentina y Brasil) y la condición de unión aduanera no resulta creíble ni para el interlocutor preferido (la Unión Europea), que un socio menor se dispusiera a erosionar la unidad del grupo mientras éste incia la incorporación de Venezuela como socio pleno resulta, digamos, contraproducente para la credibilidad de la nueva configuarción de poder que pretende el Mercosur.


Uruguay ha planteado entonces que sea el grupo que negocie con Estados Unidos (sabiendo que aquél, aunque quizás lo hará en el futuro, no procederá por ese camino en el corto plazo por razones estratégicas) o que, alternativamente, se le conceda una autorización para hacerlo por su cuenta. El gobierno uruguayo, a diferencia de los grandes y a pesar de ser de izquierda, no pretende con ello alterar alineamiento alguno sino simplemente mejorar su acceso a los mercados. Si Mercosur no mejora la participación de este pequeño país, pues su gobierno está dispuesto a negociar las condiciones de colocación de sus productos independientemente del afán de poder de los socios mayores.


Muchos piensan que ésta es sólo una estrategia derivada del cálculo político del nuevo gobierno uruguayo. Puede ser, pero Uruguay y Estados Unidos ya han identificado seis áreas de trabajo dentro de los mecanismos del Alca que pueden negociarse. Y probablemente lo harán independientemente de cuáles sean los designios multipolares de Argentina, Brasil y Venezuela, potencias con los que no puede competir en un juego de poder abierto.


De otro lado, la inversión que concurre a Uruguay es fundamentalmente financiera. Pero este país granja, cuya estructura exportadora está dominada en más de 50% por productos agrícolas o agroindustriales, requiere inversión extranjera en la tierra. Sin embargo, he aquí que un extraordinario emprendimiento de US$ 1700 millones en Fray Bentos para producir papel aprovechando bosques cultivados es cuestionado por el vecino argentino alegando problemas ambientales. La oposición ha exaltado a los uruguayos que han hecho causa común en la defensa del proyecto de capitales españoles y finlandeses (a los que podría sumarse otros). Mientras tanto el gobierno de izquierda de Vásquez tampoco prioriza acá afinidades ideológicas –como quisieran algunos miembors del Mercosur- sino beneficios económicos para su país que están siendo obstaculizados. Y, por lo tanto, seguirá alentando la inversión extranjera en el sector aunque le pese al socio argentino (que, por lo demás, no ha tenido en cuenta el impacto de su inconsulto desapego con el FMI en el sector financiero uruguayo). El caso uruguayo revela el impacto en países menores de las irracionalidades derivadas del avance del juego de poder de ciertas potencias emergentes suramericanas. Éstas (Venbeuela, Brasil y Argentina) pueden estar sacrificando posibilidaes económicas de su entorno a cambio de expectativas de alterar la estructura de poder mundial. Y también comprometiendo potencialidades de cooperación hemsiférica cuya realización será indispensable en la futura competencia interregional.


Las potencias emergentes del continente serían más racionales si persiguen sus objetivos sin complicar el progreso de sus vecinos y sin pretender otorgar a la región una valencia antinorteamericana que cuestiona la inserción occidental de América Latina y bloquea los requerimientos de rápido crecimiento de la mayor parte de sus miembros.

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