Desde que la OEA adoptara la Carta Democrática Interamericana en el 2001, su dimensión coactiva en defensa de la democracia representativas ha sido cada vez más difícil de aplicar especialmente en el área andina. La creciente opción por mecanismos de democracia directa en esta subregión, por la ilegalidad en la acción política y hasta por la abierta subversión, así lo demuestran.
Hoy, el levantamiento liderado por los hermanos Humala, vuelve a poner en dramática evidencia esta fenomenología que va más allá del estereotipo de la ingobernabilidad derivada de expectativas insatisfechas por la reforma neoliberal y de los extraordinarios desafíos que representan la pobreza y la exclusión. El fascismo racista de los Humala y su movimiento “etnocacerista” es una muestra adicional de la presencia creciente de una irracional variable del nacionalismo en la subregión. Ésta, a su vez, aparece artificieramente ligada a la emergencia indigenista que no pocos agentes antisistémicos intentan inducir y explotar.
Aunque con sus propias características y estímulos inmediatos, esta asonada se inscribe en el contexto de la reconfiguración del movimiento indigenista ecuatoriano (la CONAIE y su brazo político, el movimiento Pachakutic) que desea apurar la caída del presidente Lucio Gutiérrez, de la forzada renuncia del presidente de Bolivia Gonzalo Sánchez de Lozada por organizaciones indigenistas y cocaleras que han alcanzado determinante cuotas de poder formal y por el tipo de gobierno excluyente del presidente Chávez en Venezuela. En todos estos casos –aunque con menor intensidad en el Ecuador- el ejercicio de la violencia ha conducido a la toma del poder (Venezuela) o a jaquearlo sistemáticamente (Ecuador y Bolivia) empleando, luego, las formalidades de la democracia representativa para legalizar el resultado.
De otro lado, si es verdad que la militancia política de estos movimientos se encuentra en el mayoritario porcentaje de excluidos por los sistemas político y económico vigentes en la región, la excentricidad de sus motivaciones inmediatas les brinda otro denominador común. Salvo quizás por el caso del Ecuador –donde el movimiento indigenista tiene más arraigo político- la base de poder militar que traduce la ideología “bolivariana” de Chávez, la base de poder cocalero en que se asienta el movimiento de Evo Morales y la mezcla de ambas a la que aspira Humala refleja mejor la calidad del componente “indigenista” de estas agrupaciones.
En la perspectiva norteamericana estos movimientos ponen el anillo en el dedo de la aproximación a las relaciones internacionales de propuestas simples como la de Huntington que describe el prototipo del conflicto del siglo XXI como el que ocurre por la fricción entre “civilizaciones”. En tanto aquí ésta sucede dentro de los Estados andinos, la fenomenología subregional todavía no alcanza el status “huntingtoniano” que reclama la activación del conflicto externo. Su basamento militar, sin embargo, estaría eventualmente encantado de cumplir con las premisas bélicas del autor norteamericano.
Por el conjunto de razones implícitas en este diagnóstico (predisposición fascista y racista, base de poder ilegal, vocación golpista y antidemocrática y beligerancia externa), el movimiento de los Humala y sus líderes debe ser tratado con todo el rigor de la ley penal. Especialmente porque ha puesto en riesgo la precaria seguridad nacional al tomar una dependencia pública, poner en riesgo a toda una colectividad y confrontar con las armas a las fuerzas del orden legítimo.
Más aún, la aplicación de la ley se requiere con mayor rigor si se desea recuperar alguna credibilidad para el Estado de Derecho. Y éste no sólo ha sido vulnerado por los “humalistas” sino por la propia autoridad. En efecto, si el atributo del monopolio exclusivo del ejercicio de la fuerza ha sido puesto ene cuestión hace tiempo por el narcotráfico, el terrorismo y otros agentes de amenazas globales en el país, en el caso Humala tal atribución ha sido aún más debilitada por la condescendencia del Estado –es decir, de la autoridad política y de la militar- con el trato con el subversivo.
En efecto, si en el 2000 los Humala ejercieron el derecho de insurgencia reconocido en la Constitución contra un gobierno ilegal, el proselitismo y la escandalosa organización de un movimiento con fines ilegales no sólo fue permitida por la autoridad política legítima (p.e., la tenencia, exhibición y manipulación pública de armas de guerra por la organización humalista no fue considerada como delito flagrante por el Ministerio Público), sino que la autoridad militar reiteró su decisión de hacerse representar en el exterior por el Teniente Coronel Ollanta Humala (como adjunto a las agredurías militares en la embajadas del Perú en Francia y Corea del Sur). El antiguo recurso de deshacerse de personalidades incómodas para el régimen empleando el cargo diplomático fue malempleada para mantener cómodamente a un enemigo del gobierno democrático.
Si la debilidad del gobierno y de la fuerza armada fue aquí flagrante, ahora ambos están en la obligación de imponer la rendición de los sediciosos y de penalizarlos sin convertirlos en mártires que luego quisieran ser absueltos para regresar como el teniente Coronel Chávez a arrasar con lo poco que queda de organización política civilizada que tiene el país (probablemente, uno de los objetivos de los levantados en armas).
Pero esto no bastará para impedir que la erosión política continúe si el gobierno no redobla esfuerzos por atender más visiblemente y mejor a los más necesitados, si el Poder Judicial y el Ministerio Público no administran justicia con más eficiencia y si la Fuerza Armada no culmina su reorganización incrementado la capacidad de defensa del país. El Perú, con todas sus debilidades, es el país andino con mayor estabilidad y mayor capacidad actual de generar cohesión subregional. Esta calidad no puede perderse por la amenaza fascista de los Humala. El Estado –que somos todos- está en la obligación de vencerla y asegurar su militancia entre las democracias representativas del hemisferio.
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