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  • Alejandro Deustua

¿Una Nueva Era en China?

El 18º Congreso del Partido Comunista chino es presentado como un proceso de transición y también es eventualmente aludido como el más importante cambio de gobierno de la potencia asiática de las últimas tres décadas.


Pero más allá de la peculiar calidad de esa sucesión partidaria y de su implicancia en el contexto internacional, este cónclave no esclarece suficientemente la orientación de la transición relievada ni la razón de su extraordinaria importancia.


En efecto, las únicas certidumbres que caracterizan al 18º Congreso son, hasta ahora, las vinculadas al proceso burocrático del Partido Comunista (y, por tanto, del Estado totalitario que aquél ha construido): el Congreso, que se realiza cada cinco años, elegirá o confirmará a los 370 miembros del Comité Central, a los 25 miembros del Politburó y a los 7 miembros del Comité Permanente (una reducción de los 9 miembros originales) marcando una sucesión sólo en apariencia ordenada. En ese contexto, el nuevo Secretario General del Partido Comunista (Xi Jinping) será declarado Presidente y el actual vice-Primer Ministro (Li Kequiang) será instituido como Primer Ministro.


Pero estas certidumbres partidarias ligadas a la centralización de la élite política, no generan confianza sobre lo que ocurrirá una vez que el cambio de mando se haya producido.


Si se considera que éste es el más importante Congreso de las últimas décadas, no existen indicadores suficientemente claros de las alternativas que sus próximos líderes se proponen: consolidar el status quo partidario, concentrarlo aún más o abrirlo para acomodar las demandas de mayor participación de una sociedad emergente.


Este último requerimiento proviene, a su vez, de por lo menos tres instancias. La primera es el crecimiento de las clases medias chinas y de las expectativas que en ellas generan nuevos patrones de consumo y el creciente contacto con el exterior. La segunda deriva del hecho de que la inmensa militancia del PC chino (alrededor de 82 millones de partidarios) produce una inmensa presión institucional que no tiene un acceso fácil a las instancias más altas. Y la tercera está ligada a la gran variedad e intensidad de desafíos socio- económicos que afronta China.


En efecto, si la élite burocrática china está constituida por jerarcas que derivan su poder de vínculos familiares y por facciones partidarias, se puede colegir que la cohesión puede no ser una característica de la numerosa membresía del PC ni de sus instituciones. Negarlo, como lo hace la propaganda oficial, parece más bien excéntrico cuando la realidad conflictiva de las diversas facciones se han hecho públicas (p.e., la defenestración de Bo Xilai por motivos que superan a los de la corrupción).


De otro lado, si la clase media está lejos de constituir una mayoría en China (algo menos que el 25% de la población), su rápido crecimiento en las últimas décadas, su naturaleza urbana y sus expectativas (con 600 millones en 2020 será el sustento fundamental del crecimiento económico -china.org-) sienta las bases de una sociedad que el Partido Comunista no representa bien y, por tanto, debe proceder a cooptar o asimilar de nuevo. Cualquiera que fuera la decisión sobre cómo mejorar su legitimidad, el PC deberá lidiar con el núcleo duro de sus propios valores sea asiéndose a ellos o transformándolos.


Finalmente, la larga lista de problemas que atraviesa la sociedad china (corrupción creciente en distintas instancias, graves problemas de desigualdad en un Estado comunista -el reconocimiento de la brecha entre “ricos” y “pobres” es ya un lugar común-, serias distorsiones demográficas derivadas del envejecimiento de la población y de la política de control natal, insuficiencia de redes de protección y malestar creciente en el campo, entre otros) reclaman una considerable mejora de la calidad del gobierno si se desea contener la inestabilidad interna y su implicancia externa.


Si es cierto que estos problemas son propios de la gran expansión económica y transformación social china, ello no es excusa para que las alternativas del fortalecimiento totalitario en defensa del status quo, de un lado, o del reformismo en procura de una gradual apertura política que sostenga mejor la apertura económica, del otro, no puedan esclarecerse aún.


En este marco, la seguridad que quisiera presentar la transición ordenada del poder en China tiende a ser cancelada por la fuerte incertidumbre sobre las intenciones políticas de los próximos gobernantes en un contexto internacional de fuerte transformación sistémica.


Ello no obstante, el fundamento económico en que se produce la transición política ha mejorado según la proyección de octubre del FMI. El aterrizaje suave de la economía no empeorará este año con un crecimiento menor a 7.8%. A estas buenas noticias sobre la perfomance de un motor principal de la economía global sigue la perspectivas de una dinamización del crecimiento para el próximo año (8.2%) sin costo inflacionario mayor (3% según la proyección de febrero pasado).


Estos indicadores van acompañados de esperanzas de que, si la tendencia reformista se impone, se inicie una nueva ola de liberalización económica. Pero más allá del incremento del consumo que permita alterar un modelo de crecimiento basado en las exportaciones, esas esperanzas quizás no sean satisfechas plenamente si se trata de liberar precios principales de la economía. Si China no pondrá en juego su inserción externa, tampoco aflojará demasiado el control del Estado sobre la economía cuando los riesgos del contexto internacional siguen siendo altos y el poder del PC está en cuestión.


Estos últimos factores tienen una implicancia adicional: China tampoco arriesgará el incremento de sus capacidades en un sistema internacional que cambia rápidamente con no escasos niveles de fricción. Aquéllas se sostienen en su incremental poder militar y se traduce en su creciente proyección global (al respecto es inverosímil que China se siga definiendo como una potencia con aspiraciones principalmente regionales).


En ese proceso, su influencia extra-regional en África, el Medio Oriente y, en menor medida, América Latina seguirá en aumento. Si ello implica fricción creciente con Estados Unidos (p.e. Siria, Irán), ésta es aún más intensa en el Asia donde, en el marco de un creciente nacionalismo, China se ha involucrado crecientemente en controversias de soberanía (especialmente marítimas) con sus vecinos. La desconfianza de éstos ha generado en ellos la necesidad de un más seguro y eficiente balance norteamericano sea a través del fortalecimiento de alianzas (Japón, Corea del Sur, Taiwán) o de otro tipo de vinculación estratégica.


Si bien los gobernantes chinos pretenden distender la relación con la primera potencia, las realidades mencionadas complican esa pretensión con un competidor del cual es principal acreedor y socio comercial extraordinario (CFR). En este marco de intereses cruzados, la necesidad de cooperación entre China y Estados Unidos no supera las realidades de la fricción estratégica entre ambos.


Y menos cuando China se orienta, según la OECD ha convertirse rápidamente en la primera economía del mundo y, en consecuencia, a incrementar decisivamente su peso en la estructura del sistema internacional. Las vinculaciones militares de la nueva dirigencia china tendrán que decir mucho al respecto.


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