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  • Alejandro Deustua

Seguridad Colectiva Contra el Terrorismo

La persecución y eliminación de uno de los más altos mandos de las FARC es un golpe exitoso contra el narcoterrorismo. La comunidad internacional debiera felicitarse al respecto si la acción además de legítima (que los es) fuera legal (lo que está en cuestión).


Si, al respecto, el Estado donde se persiguió al terrorista tiene derecho a expresar su protesta por la invasión de su territorio (Ecuador), aquél Estado que amenaza con la guerra al Estado agredido por las FARC (Venezuela) debe merecer una advertencia hemisférica y de la ONU.


Como se sabe, el terrorismo es una amenaza contra la paz y estabilidad internacionales. Su combate es, por tanto, una obligación de todos los Estado como lo es la prevención contra esa amenaza.


Ello implica que tanto Colombia como sus Estados vecinos están obligados por ese mandato universal. Si esta obligación debe cumplirse bajo condiciones de cooperación es evidente que ésta debe canalizarse a través de algún mecanismo de seguridad colectiva además de los instrumentos bilaterales existentes.


Lamentablemente éste no es el caso de los países andinos que, a pesar de haberse declarado como zona de paz, no auspician la cooperación colectiva vecinal (Colombia) mientras que los vecinos niegan tanto la acción conjunta así como la presencia de las FARC en sus respectivos territorios.


De otro lado, es necesario reconocer el deber y el derecho de los Estados a defender su territorio. Cualquier intervención en él debe ser autorizada por su autoridad. En este caso, Ecuador debió autorizar antes o en su transcurso la intervención antiterrorista colombiana.


Colombia, de otro lado, puede alegar que su acción fue defensiva y que tiene cobertura legal. En efecto, bajo la Resolución 1373 de la ONU Ecuador debe ejercer su derecho soberano denegando la presencia en su territorio a agentes terroristas por mano propia y mediante acuerdos ad hoc. En este punto, Ecuador y Colombia fallaron.


Ello no obstante, los andinos no pueden obviar que las FARC es el enemigo, que la amenaza de guerra por Venezuela es inadmisible, que un acuerdo de seguridad colectiva contra el terrorismo es urgente y que las FARC deben ser derrotadas o desmovilizadas.


Sin embargo, el gobierno del presidente Chávez no piensa de la misma manera. Como se demostró en el caso de su fracasada mediación con esa organización narcoterrorista para liberar a un grupo de rehenes, Chávez evidenció especial proclividad por esa agrupación. Es más, autoridades policiales del gobierno de Colombia sostienen hoy que entre los documentos incautados al comando muerto (Reyes), se encuentra unos que destacan la colaboración con Chávez desde 1992. Ésta incluiría contribuciones financieras y políticas.


Aunque ello tendrá que probarse, el hecho puede haber sido un incentivo adicional a la decisión de Chávez de desplegar en la frontera colombo-venezolana tropas y armamento pesado (10 batallones de tanques y unidades de la Fuerza Aérea). Si ello ha abierto en el frente norte de Colombia un inestable escenario militar que implica amenaza de guerra, su turbia motivación (una situación ocurrida en la frontera colombo-ecuatoriana) induce a pensar que algo de verdad hay en la imputación colombiana.


Si esta situación merece un pronunciamiento condenatorio de la Asamblea General de la OEA (lo que probablemente no ocurrirá debido a la ascendencia venezolana sobre un considerable número de Estados suramericanos, caribeños y centroamericanos), debería ocupar la atención del Secretario General de la ONU y del Consejo de Seguridad de ese organismo. Y debe hacerlo porque, aunque sea improbable una guerra, sí se ha alterado la paz y la estabilidad en la región. Si hubiera duda sobre las intenciones de ese despliegue, allí están las palabras de Chávez que, luego de agredir verbalmente al presidente de Colombia, ha evidenciado su disposición a ordenar alguna acción “preventiva”.


Por lo demás, el pronunciamiento de la comunidad internacional sobre la reacción militar venezolana no puede postergarse luego de Chávez cruzara la línea que fija el límite entre el antagonismo político, económico e ideológico desplegado por Venezuela sobre un grupo de países de la región, y la amenaza militar a un vecino (éste es una caso que el viejo TIAR contempla y, por lo tanto podría invocarse).


A mayor abundamiento, se puede argumentar que ese mismo patrón de escalamiento es el que ha impuesto Chávez sobre la región en su persistente labor fragmentadora. En efecto, luego de impulsar activamente el quiebre del consenso latinoamericano sobre los principios democráticos y de libre mercado que compartían la gran mayoría, pasó a la injerencia en asuntos internos de sus vecinos, luego al establecimiento de asociaciones que semejan alianzas geopolíticas (el caso de Bolivia y Nicaragua) para terminar en la coerción militar.


Este escenario se complica con el despliegue de tropas ecuatorianas en la frontera con Colombia. En principio, éste podría estar justificado por el requerimiento ecuatoriano de resguardar adecuadamente su territorio luego de que el propio Canciller colombiano reconociera, solicitando las disculpas del caso, que tropas colombianas lo infiltraron para reconocer el escenario (y llevarse los restos Reyes y documentos de las FARC) como secuencia del ataque sufrido desde el lado ecuatoriano.


Sin embargo, la respuesta ecuatoriana reconoce la presencia de fuerzas terroristas en el Ecuador donde, desde hace mucho tiempo, éstas buscan resguardo. Si éste hecho es de dominio público, debiera serlo también el rechazo militar de esas fuerzas terroristas. Ello, sin embargo no ha ocurrido al tiempo que Colombia sostiene que desde territorio ecuatoriano se preparan ataques de las FARC contra las fuerzas armadas de ese país.


Por lo demás, aún deben esclarecerse las imputaciones de autoridades colombianas sobre contactos entre autoridades gubernamentales ecuatorianas y miembros de las FARC. Si ello fuera probado, estaríamos frente a una situación de tolerancia ecuatoriana a fuerzas narcoterroristas que no sólo agraden a ciudadanos ecuatorianos (que sufren desplazamiento) sino a la comunidad internacional que reclama la denegación de santuarios a las fuerzas terroristas.


Sin embargo, esa imputación podría no recaer sólo sobre Ecuador en tanto que se ha detectado presencia fuerzas de las FARC dentro de territorio peruano (y quizás dentro de territorio brasileño) que, a pesar de las denuncias locales, los gobiernos respectivos se han negado a reconocer.


Aunque esa omisión no es acorde con la disposición antiterrorista de estos gobiernos, ésta es una práctica en la región que tiene como propósito evitar un mayor compromiso de los Estados afectados y evitar alarma en la población. Al respecto debe recordarse, por ejemplo, el caso del refugio de las fuerzas del MRTA peruano en el altiplano boliviano. Las autoridades bolivianas lo negaron sistemáticamente. Como consecuencia, la población boliviana terminó sufriendo el ataque de miembros de esas fuerzas reorganizadas en entidades criminales de alta peligrosidad. En el caso peruano las consecuencias podrían ser peores considerando el carácter narcoterrorista de las FARC y su muy posible vínculo con la cadena del narcotráfico que corroe al Perú. El escenario sería aún más preocupante si se comprueba alguna articulación de esa organización terrorista con autoridades políticas de otros países.


Finalmente, todo despliegue de fuerza militar genera una reacción en los vecinos (Colombia ha decidido no desplegar mas fuerza ahora pero ya tiene destacamentos que operan en su frente sur). Ello lleva consigo pérdida de confianza y la generación de dinámicas de balance de poder convencional de acuerdo a la interpretación de cada quien.


Dada la complejidad de la situación, es necesario que los Estados suramericanos activen el combate contra las FARC, le denieguen recursos y coadyuven a su derrota o desmovilización. El mecanismo más razonable para lograrlo, reiteramos, es uno de seguridad colectiva. De manera paralela, es indispensable confrontar la disposición fragmentadota y hostil venezolana que tiene ahora una clara dimensión militar. Finalmente, Ecuador debe expulsar de su territorio a las FARC y deslindar ideológicamente con una organización que busca legitimidad como entidad política a través del reconocimiento de su beligerancia.


La tarea es compleja y la responsabilidad, múltiple. Pero debe ser emprendida.



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