El resultado electoral de este 10 de abril ha señalado el inicio de un nuevo ciclo político en el país bajo la sombra del enfrentamiento. En efecto, la adhesión de la mayoría ciudadana a dos candidatos con altos grados de rechazo político supera el atractivo con que ambas personalidades han atraído el concurso popular. Además, si pudieran descontarse los defectos de gestión del gobierno que termina o las inequidades del sistema como responsables del resultado electoral, debe recordarse que la trascendencia de ambos candidatos se arraiga en lo que fundamentalmente representan: dos procesos revolucionarios antitéticos y violentos.
Así mientras que Ollanta Humala quisiera reencarnar el velasquismo y la definición del Estado que éste dibujó, Keiko Fujimori representa la implantación del liberalismo excluyentemente económico y fundamentalista y el privilegio del orden al margen de la ley. Teniendo en cuenta que ambas experiencias culminaron mediante el ejercicio de la fuerza militar o ciudadana y con gran costo material, moral y de prestigio para el país, los sujetos que representan el retorno a las década de los 70 y de los 90 del siglo pasado deben replantearse sus roles.
Pero si esto es lo que la racionalidad requiere en un contexto tan dramático como el actual -y cuya disyuntiva el Perú no se merece- parece aún prematuro afirmar que los señores Humala y Fujimori estén al tanto de ello. En efecto, hasta ahora el señor Humala sólo ha convocado a la unión de los que estén dispuestos a compartir su proyecto y la señora Fujimori ha prometido regirse por los usos del Estado de derecho pero sin retroceder en su intención de que la justicia se cumpla en el caso de su antecesor. En ambos casos, las renuncias al abuso requeridas para merecer el voto ciudadano en segunda vuelta aún no se han realizado. Si éstas requieren sendos arreglos de cuentas con los antecedentes de cada candidato, las promesas de buen comportamiento realizadas hasta hoy parecen tan frívolas como los disfraces de candor político que hoy ambos exhiben.
De otro lado, aunque los señores Humala y Fujimori desearan llegar a la elección decisiva de junio próximo sin haber mejorado sustancialmente su legitimidad, es verdad que existen condiciones objetivas en la economía y la sociedad peruana para que el radicalismo estatista que uno promete y la noción de orden que el otro anuncia no se lleve a cabo.
Así, en lo que toca al señor Humala, el progreso económico del país y las clases emergentes involucrados en él (es decir el 70% de la población que afortunadamente no está en la pobreza) han creado un mercado interno y una compleja red de transacciones que superan de lejos las demandas de la “economía nacional de mercado” que plantea el proyecto de la “gran transformación” el señor Humala.
Y en lo que hace a la señora Fujimori, al buen funcionamiento económico deberá sumarse la ausencia de un enemigo letal –como el terrorismo que asoló el país- que justifique el arrasamiento institucional que produjo el gobierno en que fungió de primera dama.
Lamentablemente, el “enemigo necesario” es un recurso político que no pocas veces está al alcance de la mano. En el caso del señor Humala siempre se puede fraguar el rol del “imperialismo”, las peculiaridades de la relación vecinal o extrapolar la dependencia económica para organizar apoyos internos. Ello a pesar de que las capacidades hegemónicas de Estados Unidos se han debilitado intensamente, la relación con los vecinos requiera de una combinación de integración con disuasión en que prime la primera condición y que la interdependencia, cuyos términos deben ser mejorados, defina la realidad interactuante del Perú del siglo XXI. Por lo demás, la red disfuncional de los países del ALBA es una en la que un gobierno del señor Humala podría encontrar el equivalente a una alianza sistémicamente ofensiva en la región. Y en el caso de la señora Fujimori, el embate del narcotráfico, del crimen organizado y del remanente terrorista en un contexto de fuerte debilidad institucional puede brindar el pretexto necesario para imponer un tipo de gobierno en que el Estado de derecho pueda ser nuevamente vulnerado. Esa disposición personal ya existe en la señora Fujimori haciendo campaña prioritaria en torno a estos problemas al tiempo que no ha vacilado en imponer a su solución una marca familiar que el país ya ha rechazado. Es más, la reagrupación en un eventual gobierno suyo de los agentes que marcaron la escena nacional con corrupción y a la institución presidencial –cuyo titular representa al Estado y a la Nación- con deshonor, no ha sido descartada.
Quizás los candidatos en cuestión no desearán llegar a los extremos de suscribir promesas de redención ni a realizar actos que marchan por ese camino. Si no lo están, será responsabilidad de los que perdieron la elección, de la sociedad organizada y del gobierno que termina contribuir a reclamar garantías anticipadas de buen gobierno. Estas podrían encontrarse, quizás, en el Acuerdo Nacional del 2002.
En todo caso, esa responsabilidad es mayor para los derrotados candidatos liberales que, vulnerando los principios de su credo, decidieron competir unos contra otros en un lamentable juego de suma 0 al tiempo que olvidaron las virtudes de las ganancias relativas que su ideología predica.
Si estos candidatos decidieron eludir el consenso entre ellos hoy están en la obligación de buscar comprometer los límites al eventual abuso del poder que pueda darse a partir del 28 de julio próximo. Esos límites podrán inducirse teniendo en cuenta la futura administración (el próximo gobierno no podrá gobernar con un Parlamento tan fragmentado) y también la presente (la incertidumbre generada debe mitigarse empezando quizás con el logro del apoyo de ambos candidatos al acuerdo de integración profunda entre Perú, Colombia, Chile y México). El Perú acaba de meterse en un disparadero de tales dimensiones que salir de él requerirá el concurso activo de todos sus ciudadanos.
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