top of page
  • Alejandro Deustua

Libia: De la Seguridad Colectiva a la Guerra Internacional

La Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU autorizó el uso de los medios necesarios (es decir, la fuerza colectiva) para lograr un alto al fuego en Libia, proteger a los ciudadanos de ese país, lograr una solución pacífica de la crisis y procurar solución sostenible mediante el diálogo diplomático. No es esto lo que parece estar ocurriendo en el terreno ni cuando Estados Unidos asumió el liderazgo de facto de la coalición formada a estos efectos ni ahora que la OTAN ha tomado la posta militar.


En efecto, los gobernantes de Estados Unidos, el Reino Unido y Francia (Estado que precipitó la iniciativa militar cuando una conferencia aliada de evaluación de la respuesta colectiva se llevaba a cabo) han sido explícitos en declarar su intención: el “cambio de régimen” en Libia implicando, obviamente, la deposición de Gadafi. Bajo las circunstancias, ello supone la supresión política del dictador o su derrota militar. En el primer caso, el golpe de Estado se produciría, de manera inducida o directa, a pesar de que autoridades norteamericanas han establecido claramente que la primera potencia no tiene intereses vitales en ese emprendimiento. De una manera más, práctica, autoridades británicas han dejado en claro que no conciben un proceso de reformas en Libia con la presencia de Gadafi. Y Francia no ha podido ser más cruda al respecto: ha reconocido a los “rebeldes” otorgándoles a estos, aunque de manera no explícita, el status de insurgentes con derecho a control de parte del territorio libio y a la representación internacional cuando la composición política del bando rebelde no ha sido aclarada (y algunos hasta se apresuran a asociarlo con los “freedom fighters de Afganistán o Nicaragua descociendo las nefasta consecuencias que representaron esas fuerzas).


De esta manera, un régimen de seguridad colectiva que requiere el uso de la fuerza colectiva, como lo es el capítulo VII de la Carta de la ONU, está siendo usado para lograr intereses nacionales de algunos Estados miembros del Consejo de Seguridad. Ello ocurre cuando la zona de exclusión aérea ya ha sido establecida, la protección de la “zona rebelde” se ha fortalecido, los ataques sobre la “zona oficial o gubernamental” arrecian con armamento de muy superior potencia para degradar la fuerza militar de Gadafi (20% ó 25% hasta ahora) y cuando se ha probado que es posible proteger a los civiles mediante una barrera de fuego desde el aire (algo muy costoso) si no se desea colocar tropas en el terreno.


Esta ofensiva, en consecuencia, está dejando de ser un esfuerzo colectivo de seguridad para convertirse en una guerra internacional que escala una guerra civil previa. El léxico informal de los internacionalistas norteamericano define a este fenómeno, como en Irak, como una “guerra arbitraria” (“war of choice”).


La definición parece correcta si se considera que el interés nacional norteamericano es oficialmente secundario en este caso y, por tanto, negociable (el Departamento de Defensa ha informado que Estados Unidos no tiene un interés vital en Libia). Si este es el tipo interés que según el discurso del Presidente Obama debe alinearse con los valores morales de la primera potencia la doctrina correspondiente no emerge con suficiente claridad moral. Por lo demás, ello es bien distinto a la redefinición de intereses en la segunda guerra de Irak cuando Hussein amenazó a terceros y a Occidente y se negó a aclarar si poseía o no armas de destrucción masiva.


Por lo demás, el idealismo humanitario que hoy cuando el riesgo de una matanza catastrófica ha sido minimizado no fue expuesto al principio de la ofensiva de Gadafi. Como tampoco lo fue en Francia cuando altos funcionarios de ese Estado seguían manteniendo contactos cercanos con gobernantes de tunecinos en momentos en que la denominada “primavera árabe” empezaba a aflorar. Por lo demás, esos principios tampoco comandaron la actitud de las grandes potencias cuando el dictador libio, rodeado de pompa europea, aceptó deponer sus planes de fabricación de armas de destrucción masiva y compensar a las víctimas del atentado terrorista que derribó a un avión Pan Am sobre el cielo de Escocia. Esa reconciliación se consideró un triunfo diplomático en Estados Unidos y en el Reino Unido.


Bajo estas circunstancias, no parece adecuado que se use a la ONU para llevar a cabo un golpe de Estado mediante la guerra contra un dictador que nunca debió merecer la acogida fraternal de Occidente. Y menos cuando la mayoría de los Estados comprometidos tienen los medios suficientes para lograr sus propósitos –es decir, el “cambio de régimen”- sin llevar a cabo una guerra que tiende a incrementar el impulso belicista que surgirá en el Medio Oriente luego de que el impulso revolucionario, cuyos orígenes no han sido adecuadamente establecidos, culmine su ciclo inicial.


Pero no es sólo por motivos jurídicos o de legitimidad que las acciones militares que ocurren en Libia deben considerarse como excesivas. En efecto, éstas dividen a la OTAN (hay Estados miembros, como Alemania y Dinamarca, que no están de acuerdo con la marcha de las operaciones) y generan fricciones en Occidente (y no sólo dentro de Europa sino en América Latina).


Pero especialmente, desatienden el gran desafío estratégico que representa la desestabilización de los gobiernos del Norte de África y del Medio Oriente árabe cuyo curso democrático es incierto, cuya fuerzas centrífugas son extensas y muy dinámicas y cuyo impacto, para bien o para mal, será de largo plazo. Descuidar ese escenario no es ponerse “en el lado correcto de la historia”. Y menos cuando la historia multiplica los centros de poder y el potencial de conflicto rejuvenece.


4 visualizaciones

Entradas recientes

Ver todo
Logo Contexto.png
Header.png
bottom of page