En los comicios del 2008 los norteamericanos debían elegir al presidente que rescataría a Estados Unidos de la peor recesión desde la Gran Depresión y la primera potencia combatía en Irak y Afganistán. Hoy la economía norteamericana ha salvado lo peor del desastre económico y parece orientarse a una lenta recuperación mientras que la fecha para la extracción de tropas de Afganistán (2014) ha sido precedida por el retiro del frente iraquí. El proceso electoral del próximo 6 de noviembre no tiene, por tanto, la dramática dimensión de la anterior.
Sin embargo, en ella está en juego el liderazgo que consolidará la recuperación de la primera potencia, que contribuirá a la estabilización del núcleo histórico de Occidente (la Unión Europea que, en conjunto, es la primera economía mundial) y que evitará que la creciente fricción del sistema internacional derive en conflictos mayores.
Si bien hoy la senda del crecimiento no se ha afianzado en Estados Unidos, la consolidación de tres años de lenta expansión (3% en 2010, 1.7% en 2011 y 2.4% o algo menos en 2012 según la OECD) luego de la caída de -3.5% del 2009, ciertamente muestra un horizonte que no se explica sin la gestión combinada de la Administración Obama y del FED. Mucho menos si las cifras del desempleo han descendido en los últimos dos meses a 7.8% y 7.9% (bien por debajo de 10% de octubre de 2009) (Bureau of Labour Statistics).
Sin embargo, el desafío sigue siendo mayor si Estados Unidos desea un piso económico sólido en lugar de la “nueva normalidad” de bajo desempeño y peores expectativas. En ello una déficit de cuenta corriente de -3.7% del PBI con tendencia al deterioro y términos de intercambio negativos no es la peor amenaza. En efecto, la deuda total de la primera potencia ya supera los 16 millones de millones (cifra mayor al tamaño de la economía norteamericana) según el Departamento del Tesoro mientras que el déficit fiscal bordeará 1.1 millón de millones (7% del PBI) este año aun habiendo disminuido según el Congressional Budget Office.
Sobre el saneamiento de esta atroz erosión de fundamentos, cuyo impacto tiene obvia repercusión global, ningún candidato ha mostrado planes detallados en una campaña que se ha limitado a la exhibición de grandes lineamientos y, en tono quizás superior al promedio, al ataque descalificador entre los candidatos.
En este punto la mejor alternativa es la que ofrece un mejor y más balanceado manejo del déficit. Teniendo en cuenta que la recuperación norteamericana comprende tanto la revitalización del sector privado como la salud del sector público, la preferencia electoral debería depender de qué candidato es más capaz de lograr este objetivo. En ese marco el Presidente Obama pareciera ofrecer un mejor balance en la relación público-privada que el señor Romney.
En cambio, desde la perspectiva de la apertura de mercados la preferencia regional debería estar con quien asegure la apertura del mercado norteamericano. Teniendo en cuenta que Estados Unidos sigue comprometido con el libre comercio, que importa más de los que exporta (aunque en un escenario de crecimiento exportador: 11.3% en 2010, 6.7% en 2011 y 4.9% en 2012 con perspectiva de incremento según la OECD) y que ningún candidato ha jugado la carta proteccionista, el señor Romney fue el único que se refirió a América Latina, en los debates, como socio comercial. Pero fue también él quien se mostró más dispuesto a la retaliación asociada al conflicto (en el caso de China).
Y aunque el Presidente Obama mostró un interés en América Latina al inicio de su gestión ofreciendo una nueva era de asociación luego de asistir a la Cumbre de las Américas en Trinidad Tobago (2009) y visitar Brasil y Chile, su discurso mayor (Santiago, 2011) ciertamente no fue un punto de inflexión. En lugar de ello, la agenda norteamericana se ha concentrado en temas como energía, cambio climático, seguridad regional y ciudadana y estabilidad económica en los no ha habido un gran desarrollo político y menos uno que señale un mejoramiento de status de la región en relación al Medio Oriente/Norte de África y el Asia.
De otro lado, si Estados Unidos ha pretendido señalar la emergencia de una nueva era en su política exterior retirando tropa de Irak (2011) y comprometiendo la extracción de tropas del escenario afgano para 2014, el hecho es que la “Primavera Árabe”, de cuya emergencia la inestabilidad social no es la única responsable, ha reconcentrado la atención de la primera potencia en un área que le resulta inescapable. A ello ha contribuido el nuevo estancamiento de las negociaciones palestinos-israelíes y el desafío nuclear iraní (en torno al cual el consenso internacional se ha orientado hacia las sanciones económicas) mientras que la predisposición de la Administración a un nuevo trato con el mundo árabe no parece haber logrado grandes éxitos.
De este escenario, complicado dramáticamente por la guerra civil siria y la posibilidad del uso de la fuerza en Irán, Estados Unidos no sólo no ha podido extraerse sino que profundizará su presencia si la predisposición estratégica del señor Romney triunfa en las próximas elecciones.
Esta situación tiende a atajar la reorientación norteamericana al Asia mientras que el nuevo “pivote”(que implicaba una relación de balance constructivo con China) ha generado suspicacias de la potencia emergente y reclamo de mayor rol norteamericano de los múltiples Estados que la rodean (Foreign Affairs). Esa situación se ha irritado adicionalmente por el anuncio del señor Romney de declarar a China “manipulador cambiario”: las consecuencias conflictivas que de esa eventualidad superaría quizás al ámbito comercial.
Sin una visión estratégica de largo plazo para el sistema internacional y una cierta disposición a acomodarse a las realidades del cambio de orden (Paul Kennedy) en actitud que reserva fuerzas para un nuevo acontecimiento innovador, el rol de América Latina no parece adecuadamente focalizado por ninguno de los dos candidatos.
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