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Alejandro Deustua

La Visita del Presidente Obama a Brasil, Chile y El Salvador

Aunque las visitas presidenciales –sean de Estado, oficiales o de trabajo- han perdido jerarquía debido a su inevitable proliferación, éstas mantienen un status político insuperable. Es más, dependiendo del visitante, ese status es a veces tan o más importante que el mensaje que aquél trae consigo. Tal pareciera ser el caso de la reciente visita del Presidente Obama a Brasil Chile y El Salvador. El resultado fue importante para los interlocutores pero no el mejor para la región.


Aunque esa visita comprendió tres categorías de países en dos subregiones (una potencia emergente, una potencia media y una pequeña en Suramérica y Centroamérica) con especiales vínculos con Estados Unidos, se trataba de la primera visita del Presidente Obama a Suramérica aunque ésta comprendiera a sólo dos de sus Estados. El hecho debió ser estratégicamente reconocido.


Después de todo, este escenario ha incrementado su relevancia hemisférica en términos absolutos definidos por su propio crecimiento y mediana estabilidad, y en términos relativos si se tiene en cuenta la inestabilidad del sistema internacional, el incremento del conflicto extra -regional y la incierta recuperación económica de las economías desarrolladas (ahora cuestionada por el cataclismo en Japón y el retorno de la crisis en la periferia de la zona del euro). Al mejoramiento de ese status ha contribuido la creciente diversificación externa suramericana y la mayor presencia de potencias que, como en el caso de China, Estados Unidos percibe con una mezcla de resignada aceptación y de recelo sistémico. Por lo demás, si la percepción norteamericana del área es que ésta se ha instalado consistentemente en el ámbito de las democracias y de la economía de mercado más allá de las diferencias intra-regionales y que Suramérica es una plaza de creciente valor para la economía norteamericana (la Secretaria de Estado, Hillary Clinton, sostiene que las exportaciones norteamericanas a América Latina –que incluyen obviamente a México- supera en 300% a la dirigidas a China y dan cuenta del 43% de todas la ventas externas norteamericanas), lo natural es que el mercado suramericano merezca especial atención.


Especialmente si, acertadamente o no, Suramérica organiza una identidad política subregional distinta de la centroamericana y de la norteamericana y que no se enmarca en las instituciones del sistema interamericano. Ese proceso, por lo demás, no es una herencia que haya recibido el Presidente Obama como un hecho consumado ni ha evolucionado a pesar suyo: el tratado constitutivo del UNASUR entró en vigencia recién este año.


Y si esta entidad está integrada por potencias con influencia global creciente y por otras que, en el ámbito regional, pueden complicar la interacción norteamericana con el área, la naturaleza de las cosas indica que la mayor potencia hemisférica debería tener un interés creciente en la zona emergente más dinámica del Hemisferio. Aquélla, por lo tanto, quisiera poder explicar a sus socios el marco y las implicancias de ese interés nacional y no sólo demostrarlo retóricamente.


Esta situación imponía a la Casa Blanca la necesidad de un mensaje cuya dimensión estratégica superase la importancia de la simple presencia del Presidente Obama y la distinción que ella implica para sus específicos anfitriones. Pero, salvando el nivel práctico, ello no parece ello haber ocurrido en los términos adecuados durante las visitas de ese Jefe de Estado a Brasil y a Chile.


Esta deficiencia fue, sin embargo, parcialmente compensada por el valor simbólico de las circunstancias que marcaron la visita: el Presidente norteamericano decidió no postergar su viaje a pesar de que la revuelta popular en el Norte de África y el Medio Oriente y el conflicto armado en Libia obligan a un complicado esfuerzo político y militar en esas zonas cuando Estados Unidos sigue empeñado en los absorbentes escenarios de Afganistán e Irak.


De otro lado, nadie esperaba que en Brasil o Chile el Presidente Obama cambiara los términos de aproximación a la región ya expresados por él a principios de su mandato. Pero, a la luz de los cambios sistémicos recientes, sí era esperable el punto de vista norteamericano sobre la situación de América Latina o Suramérica en el mundo. Ello no ocurrió.


Lo más próximo a ello ocurrió en la V Cumbre de las Américas Trinidad y Tobago de abril de 2009 cuando el Presidente planteó una agenda en el marco de una asociación entre iguales sin hacer diferencias entre socios mayores y menores. Si bien ese planteamiento estuvo más apegado a una retórica que generara empatía con los latinoamericanos que a un proyecto estratégico, tuvo un lado práctico: la responsabilidad compartida.


Ello dice bien de los nuevos términos de la cooperación hemisférica si la asimetría es considerada: nada de compromisos sustanciales y limitantes, menos disposición norteamericana a hacer más favores en la medida de lo posible (a pesar de que, en el marco de la crisis económica, Estados Unidos impulsó un mayor rol crediticio del BID y otros de menor valor) y mayor participación de los países menores. Pero dice mal de la posición de la región en la escala norteamericana: ésta mantiene una jerarquía estratégica menor al Asia y al Medio Oriente. De otro lado, la prioridad del principio de responsabilidad compartida no alteró la agenda hemisférica norteamericana desde el 2009: seguridad ciudadana, democracia, buen gobierno, Estado de derecho y el cambio climático. En ese marco el Presidente destacó la lucha contra la crisis económica y la inflación, la seguridad alimentaria y energética (destacando que el 50% del petróleo que importa Estados Unidos proviene de las Américas) y la educación. Fue con ese espíritu de asociación menor y esa funcional agenda matriz que el Presidente Obama llegó a Brasil y a Chile.


Dentro de este marco, el Presidente norteamericano prefirió hacer mención en Brasil a las similitudes entre ambas potencias antes que destacar el rol brasileño como reformista sistémico. Y desde el punto de vista estratégico destacó el ejemplo brasileño en relación al futuro del África del Norte y del Medio Oriente pero no respaldó públicamente la candidatura brasileña a un sitio permanente en el Consejo de Seguridad (quizás influido por la relación y el trato deferente establecidos con Irán por el Presidente Lula) y marginó toda mención al acuerdo militar alcanzado en abril del año pasado (que enfatiza la cooperación en investigación y desarrollo, entrenamiento y maniobras militares y que, con la Presidenta Rousseff, evolucionó al compromiso brasileño de considerar la compra de aviones de guerra norteamericanos que había sido marginada a favor de proveedores europeos).


Desde el punto de vista histórico hubo referencias al Brasil como país de inmigrantes y progreso democrático antes que a la relación especial mantenida durante la primera mitad del siglo XX, a las aproximaciones y distanciamientos posteriores o a la posición más amigable que ha impreso la Presidenta Rousseff a la relación brasileña con Estados Unidos. Y desde el punto de vista social, la alusión destacada fue la de las preocupaciones semejantes de los jóvenes de ambos países (que miran al futuro antes que al pasado) y a la emergencia de las clases medias brasileñas (más del 50% de la población).


Nada de significativo hubo en ese discurso sobre el rol brasileño en la región (tantas veces enfatizado por anteriores gobiernos norteamericanos, algo que sabe bien el Embajador en Brasil, Thomas Shannon, que fue Subsecretario de Estado para Asuntos Hemisféricos durante la segunda presidencia del Presidente Bush) ni sobre su proyección global (salvo la mencionada referencia ejemplar en relación al Norte de África, al comercio libre y a la asistencia humanitaria).


En este marco, la agenda específica que concluyó con una decena de acuerdos fue notoriamente más importante marcando el tono pragmático de los tiempos. Acuerdos para expandir el comercio bilateral y global, cielos abiertos, uso pacífico del espacio extraterrestre, empleo decente en terceros países, biodiversidad, reconstrucción de Haití y acuerdos preliminares sobre energía y construcción de infraestructura dieron cuenta de ese pragmatismo.


Entre estos convenios destaca el acuerdo de intenciones sobre comercio teniendo en cuenta las diferencias entre Brasil y Estados Unidos en la Ronda Doha (agricultura vs. acceso de productos industriales) y el entendimiento sobre biocombustibles en el marco de un acuerdo futuro de asociación estratégica energética (de inmenso potencial a la luz de las inmensas reservas petroleras descubiertas en la zona económica exclusiva brasileña).


Estos resultados concretos refuerzan una relación bilateral que es más cercana de lo que se cree y de lo que los gobiernos brasileños desean admitir, descontando al que preside la señora Rousseff. Con un comercio bilateral de alrededor de US$ 80 mil millones basado en el intercambio de manufacturas (lo que marca un patrón distinto al del resto de la región), y en un stock de inversiones norteamericanas de US$ 57 mil millones, la interdependencia entre Estados Unidos y Brasil parece bastante fecunda y bien fundada.


A diferencia de Brasil, Chile no es una potencia emergente de proyección global pero sí regional y, quizás por debajo de Colombia, un aliado principal de Estados Unidos. Con menor potencial para despertar fricciones (salvo en el vecindario), Chile no parecía, por tanto, un lugar inapropiado para que el Presidente Obama sucumbiera a la tentación de plantear una política regional de gran diseño.


Pero lo más cerca que estuvo de esto fue la referencia a “un nuevo espíritu” con el que Estados Unidos se aproximaría a la asociación entre iguales planteada en el 2009. En lugar de una propuesta mayor apareció el elogio a la América Latina democrática, a su crecimiento económico, a su creciente participación global (el G20 del que son miembros México, Brasil y Argentina) y a un escenario en el que tanto las diferencias sustantivas entre izquierda y derecha o estatismo y capitalismo como los problemas históricos entre Estados han sido resueltos.


El optimismo del Presidente Obama reemplazó así al gran diseño pero presentó también un escenario cuya percepción no concuerda con la que tienen varios de los Estados de la región en tanto éstos reconocen que el fraccionamiento ideológico persiste en la región mientras que algunos de los problemas históricos no han sido resueltos. En consecuencia nos encontramos frente a una divergencia perceptiva importante y, por tanto, frente un ámbito propicio al error que debe ser corregido sobre la marcha.


Tal desintonía pareció más grave porque se ejemplificó: el presidente Obama hizo mención, por ejemplo, a la vigencia histórica de la Carta Democrática cuando el consenso general es que ésta no está funcionando adecuadamente (luego esa referencia fue corregida mediante un entendimiento con Chile que empeña el esfuerzo conjunto para fortalecer la Carta en el marco del reconocimiento de la OEA como principal foro hemisférico, una alusión necesaria en medio de su erosión regimental).


En ese contexto la afirmación de que América Latina es más importante para Estados Unidos que nunca antes pareció desamparada (además de inexacta si se tiene en cuenta el siglo XIX e inicios del XX). Y la importancia de su mercado –el que más rápido crece para las exportaciones norteamericanas, característica que ya había sido invocada por el presidente Clinton en la última década del siglo XX- no pareció consistente con la falta de aprobación por el Congreso norteamericano de los acuerdos de libre comercio suscritos con Colombia y Panamá.


Lo demás es conocido: la alusión a la desigualdad, a la lucha contra el narcotráfico en Colombia y México (no se mencionó al Perú), a la seguridad ciudadana en Centroamérica y a la urgencia de disminuir el tráfico ilícito de armas cortas forma parte de todas las agendas bilaterales, regionales y hemisféricas.


De esa reiteración de temas sin propuestas sustantivas o nuevas de acción compartida se debe rescatar la reiteración del interés norteamericano por el acuerdo transpacífico (que incluye a Chile, Nueva Zelanda, Brunei y Signapur como base y a Perú, Australia, Viet Nam y Estados Unidos que negocian su ampliación). Este acuerdo devendría en el mayor tratado de libre comercio de la APEC y en el sustento principal para establecer una zona de comercio libre en toda la cuenca en el 2020.


Si el Presidente Obama logra la autorización de su Congreso para negociar este acuerdo esa decisión marcaría un punto de inflexión en la relación de Estados Unidos con esta parte de la cuenca oceánica teniendo en cuenta que ninguna referencia se hizo a la iniciativa del Arco del Pacífico (que compromete sólo a los ribereños latinoamericanos y cuyo centro de gravedad será el acuerdo de integración profunda entre Perú, Chile, Colombia y México).


En ese marco se suscribieron con Chile acuerdos de cooperación para la mitigación de desastres naturales, sobre investigación y desarrollo y educación. Entre ello destaca un acuerdo sobre cooperación científica en el campo de la astronomía y, muy especialmente, el memorandum de entendimiento sobre uso pacífico de la energía nuclear que incluye preparación de científicos chilenos. Estos acuerdos, que incluyen un consejo empresarial norteamericano-chileno sobre energía, fueron complementados por convenios sobre energías limpias y renovables en el marco de la seguridad energética.


El status de Chile de socio especial de los Estados Unidos mejora fuertemente con estos acuerdos y requiere del Perú una demanda de cooperación similar. Especialmente si el vecino comparte con la primera potencia foros como la OCDE a los que el Perú tiene aún acceso reducido y si, en el campo de la seguridad convencional Estados Unidos ha vendido a Chile, desde el 2008, US$ 180 millones en armas de tecnología avanzada. A ese pilar de la relación bilateral, que implica también un vínculo particular con el Departamento de Defensa, se agrega el comercio de ida y vuelta estimado en US$ 17900 millones en el 2010. A pesar de la duplicación del comercio bilateral desde el 2004, Estados Unidos es, después de China, el segundo socio comercial de Chile. Ello no ocurre con la inversión extranjera, ámbito en el que Estados Unidos es el primer inversionista representando el 24% del total del stock. Con estos niveles de interacción, la visita del Presidente Obama a Brasil y Chile quizás no requería una envoltura estratégica bilateral explícita. Sin embargo, ésta sigue siendo necesaria para la región.


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