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  • Alejandro Deustua

La Unión Europea y la Migración Ilegal

Si la Unión Europea no está en crisis, actúa como si lo estuviera. No de otra manera se puede explicar la urgencia del Parlamento Europeo para legalizar sólo la dimensión represiva de una política migratoria que hace años está en discusión. Y menos cuando se atenta contra los derechos de migrantes, que siendo ilegales, han adquirido derechos luego de su arraigo.


En efecto, de un solo plumazo burocrático los parlamentarios de Estrasburgo han dado el visto bueno a una iniciativa de la Comisión Europea que, a su vez, ha seguido órdenes del Consejo y de sus ministros del Interior. En el laberinto de ese proceso kafkiano, la integración europea ha vulnerado su original orientación liberal. Y también ha cuestionado la política exterior de una entidad que quiere desea presentarse ante el mundo como un nuevo y supranacional baluarte de la civilización occidental.

No otra cosa puede concluirse cuando la UE legaliza la expulsión potencial de una fracción significativa de los 18.5 millones de migrantes extracomunitarios como complemento al “retorno voluntario”. Y que ello ocurra luego de una retención de hasta 18 meses por decisión administrativa en previsión de riesgos de fuga. Al establecerse esa norma represiva de manera aislada sin el beneficio de una política migratoria general, ciertamente se pone en duda la razonabilidad de los mecanismos del orden interno de una sociedad avanzada.

Y al tratarse de manera sólo confrontacional un problema global con total prescindencia de negociación con los Estados de origen de los migrantes ilegales, se pone en cuestión el buen trato con esos terceros. Especialmente cuando éste quería basarse en una aproximación que, como el “diálogo de civilizaciones”, se presentaba como alternativa al huntingtoniano “conflicto de civilizaciones”.

La decisión del Parlamento Europeo cuestiona seriamente, por lo demás, parte de los mecanismos que debían haber contribuido a establecer la denominada “asociación estratégica” entre la Unión Europea y la América Latina (que lleva más de una década de lerdos pero persistentes encuentros), la legitimidad de costosísimos eventos de exacerbadas expectativas como las cumbres ALC-UE y la viabilidad de imprescindibles negociaciones como las que desea el Perú con el bloque europeo en el pantanoso marco de la CAN. Como corolario, nos podríamos encontrar frente al peligroso umbral de un conflicto interregional.

De canalizarlo adecuadamente se ha encargado una reciente reunión extraordinaria del Consejo Permanente de la OEA que procura abrir canales de diálogo con autoridades europeas para minimizar el daño promoviendo una aplicación nacional más benigna de la norma. Pero ello no implica necesariamente su cambio. Menos después de que el orden jurídico de la UE ha sido jaqueado por la negativa irlandesa a aprobar el Tratado de Lisboa (una nueva versión de la “constitución” europea), de que el trato de la política migratoria europea sufriera dilaciones luego de los atentados terroristas del 2001 y de que una nueva generación de gobernantes llegara al poder dispuestos a dar solución al problema.

Nadie puede poner en duda el derecho de los Estados y sus organizaciones a sancionar la migración ilegal y terminar con el crimen organizado en torno a ella. Pero luego de que el inmigrante se ha arraigado y contribuye a la sociedad que lo alberga éste tiene derechos que deben ser respetados. Éstos no pueden sacrificarse para satisfacer intereses como las de “uniformización las reglas de juego” de un entidad colectiva que es, además, dinamizadora de fuerzas globales cuya gobernabilidad la Unión Europea debería contribuir a mejorar.



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