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  • Alejandro Deustua

La Nueva Constitución Ecuatoriana

Una década después deque la Constitución de 1998 no consiguiera canalizar la emergencia social y política en el Ecuador, un nuevo intento de orden interno acaba de ser plebiscitariamente aprobado. A él ha contribuido la violenta interacción entre reforma y crisis económica que produjo tres sui generis golpes de Estado, corrupción implacable, desconfianza en el sistema financiero, proliferación ideológica, militancia nativista y una sucesión de líderes revolucionarios. Hoy uno de ellos, electo para cambiarlo todo, ha procedido a hacerlo sin redefinir con precisión nada que no sea la movilización social y el incremento desmesurado del rol del Estado.


En efecto, la nueva Constitución ha desdeñado el sentido del progreso para incorporar el concepto de “buen vivir”, se ha desembarazado de la construcción nacional para dar lugar a la organización comunitaria infinitamente desagregada y ha optado por privilegiar a innumerables minorías por sobre la sociedad.


En este proceso de disolución de la entidad política, sólo queda la autoridad estatal(es decir, la del Ejecutivo) y la participación popular en todos los niveles como dinamizadores claros. Ello reclamará un elevado nivel de control (que no gira en torno a instituciones sin alrededor de la figura presidencial), y la esperanza de que el desorden preexistente devenga efectivamente en la inclusión en la que dos tercios del electorado han colocado sus esperanzas.


Así, minimizada la intermediación política y marginada su representación en un escenario donde los partidos no son adecuadamente priorizados, el ejercicio de la soberanía interna recaerá persistentemente en la consulta popular y en la credibilidad presidencial. Ésta podrá, a su vez, ser confrontada por el Congreso que puede implementar la destitución del presidencial apelando a un lugar común (la invocación de la crisis política) mientras el Presidente podrá destituir al Congreso si éste considera que ese organismo se arroga funciones que no le competen (algo que no tampoco es difícil de imputar).


En este contexto de desaparición del individuo del centro de la preocupación pública, de escasa atención institucional y de extinción de la representatividad, el Estado de Derecho se ha ampliado a formas no unificadas ni equitativas de ejercerlo mientras la economía ha eclosionado en múltiples modismos.


En efecto, el libre mercado desaparece por simple indiferencia constitucional para dar pie a una economía “justa, democrática, distributiva, igualitaria” y con amplio control social. Consecuentemente, para que el desprecio por las leyes de la oferta y la demanda giren hacia el lado de la “eficiencia”, el Estado dirigirá, planificará y regulará la relación económica entre sociedad, mercado y sector público.


En ese marco, todos los actores son parejos: el sector público, el sector privado, las organizaciones mixtas, las comunitarias (con ciertos privilegios para éstas) y otras. Como quiera que ello funcione, la “eficiencia” reemplaza al concepto equilibrio, la inversión extranjera será orientada, el comercio exterior responderá a objetivos de planificación central y el endeudamiento se aceptará sólo como último recurso.

Así, el control estatal de la política fiscal y monetaria puede ser un emprendimiento nanotecnológico frente al reclamo de mayor intervención estatal como garantía de seguridad frente al caos de gestión pública que puede crearse en el vecino. Más aún cuando el Estado define casi todo el sector servicios como estratégico y se propone a actuar en él de manera determinante.


En circunstancias en que el control estatal vuelve a ser requerido en la actividad económica global, el nuevo orden ecuatoriano ha sobrepasado de lejos esa tendencia. Esperamos que ésta no lo lleve a consolidar la esfera de influencia venezolana y que, en medio de tanto esfuerzo ecuménico, sus gobernantes estén al tanto de una buena definición de interés nacional que sus vecinos queremos respetar y satisfacer en convergencia.



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