En la época de la diplomacia presidencial, las reuniones cumbre parecen paradójicamente cada vez menos operativas.
Si su función original fue la socialización entre los mandatarios, las múltiples alternativas tecnológicas y políticas de encuentros reales y virtuales que hoy se ofrecen para formalizar coincidencias de principio, de intereses, programas de acción y hasta solucionar crisis son suficientes (salvo en organizaciones fuertemente institucionalizadas).
Es más, estos escenarios pueden ser eventualmente más útiles para resolver problemas o progresar en caminos predefinidos que las reuniones onomásticas o rutinarias como las Cumbres Iberoamericanas, entre otras.
Por lo demás, la proliferación de esas reuniones puede ser autodestructiva si éstas han desarrollado agendas complejas que contrastan con bajos niveles de cumplimiento de obligaciones o de satisfacción de expectativas. En ese caso, los bajos niveles de legitimidad puede traer consigo hasta la pérdida de memoria institucional (que se supone es su activo principal). Este es el caso de las Cumbres Iberoamericanas que, además, son mermadas por la ausencia recurrente de los representantes de sus Estados Miembros (como acaba de suceder en Panamá).
En el caso iberoamericano, sin embargo, ese desgaste puede tener menor importancia porque el perfil de esa Cumbre nunca fue alto y pareció siempre la urdiembre diplomática de algunos políticos imprácticos: si la España asentada en dos pilares -el americano y el europeo- no soportó la gravitación de la Unión Europea, la Cumbre Iberoamericana no tuvo siquiera un sujeto explícito que la sustentara (su sustento pareció más bien procesal).
Pero ello no desmerece un ápice la existencia de una comunidad iberoamericana cuyos fundamentos civilizatorios poco tienen que ver con un status o jerarquía mundial de poder, un nivel interesante de PBI o la fragmentación o sostenimiento de la fenomenología global.
Esa comunidad es una realidad derivada de la experiencia de 1492 y, por tanto, es esencialmente occidental y mestiza, religiosa y culturalmente singular. En términos cronológicos además, esa comunidad es anterior a la idea latinoamericana (que fue un producto de la segunda mitad del siglo XIX aparentemente inducida por el interés francés, traducido por un escritor de la época, de retomar en América lo que había perdido en Europa post-napoleónica).
Hoy no es evidente que, por su fragmentación, la idea latinoamericana-caribeña sea más cohesiva para sus supuestos adherentes que la de Iberoamérica. Esa era también la visión de principio del siglo XIX cuando se fundan las repúblicas americanas que no consideraban a las dependencias anglosajonas como cercanas (es más, según algún autor, la América Hispana era en ese entonces una idea geopolítica regional que excluía al Brasil lusitano no por portugués sino por monárquico).
En una era donde la identidad grupal tiene un peso significativo en el marasmo global, la idea iberoamericana tiene un rol occidental y mestizo cuyo potencial comunitario puede ser enriquecido o desmejorado por quienes pertenecen a esa comunidad y por quienes deben gestionarla. Si la Cumbre Iberoamericana no es la mejor alternativa, hay otros escenarios prácticos -y hasta sectoriales- en las que ésta puede ser suplida.
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