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  • Alejandro Deustua

La Atención a la Desigualdad y Discriminación Hemisféricas No Debe Ser el Salvavidas del Gobierno

23 de agosto de 2022


Es evidente que los problemas de desigualdad y discriminación en América Latina requieren atención inmediata y permanente. La totalidad de los organismos multilaterales que se ocupan del tema subrayan la urgencia de afrontar este desafío estructural.


Además de disminuir la inequidad de ingresos de la población, es indispensable eliminar las trabas al acceso a la educación, a la salud, a otros servicios públicos indispensables, a la tierra y otros activos, a los mercados de crédito y a la formalidad laboral (BM).


Y, al margen de este encuadre multidimensional para reducir la inequidad, los multilaterales reclaman por la gran desigualdad generada por las propias instituciones del Estado que perpetúan asimetrías y que se materializa en insuficiente disminución de la pobreza, obstáculos al desarrollo y permanente tensión social (Idem).


Graficando el problema en torno a los ingresos, el Banco Mundial afirma que la desigualdad en cualquier país de América Latina no sólo es más alta que el promedio los países de la OCDE sino de Europa Oriental y gran parte del Asia (en este rubro la región sólo supera al promedio del Medio Oriente y al África Subsahariana).


Para corroborar el diagnóstico en base encuestas domiciliarias como las que realiza el INEI, el Banco Mundial destaca que “el 10% más rico de los individuos recibe entre el 40% y 47% del ingreso total en la mayor parte de las sociedades latinoamericanas mientras que el 20% más pobre sólo recibe entre el 2% y el 4%” (BM).


Por lo demás, si la desigualdad se atenuó durante la etapa de fuerte crecimiento regional sustentado por los altos precios de las materias primas y las reformas económicas en el período 2000-2012 (BID) el problema agravó en el ciclo de desaceleración siguiente y se ha intensificado ahora por los shocks externos del COVID y los diversos impactos de la guerra en Ucrania.


En el proceso, los gobiernos de la región han sido “ocho veces menos eficaces que los países desarrollados en la reducción de la desigualdad a través de los impuestos y el gasto público” (BID). Debajo de ese promedio de ineficiencia se encuentran gobiernos aún más incapaces como el del Sr. Castillo y otros en el área.


En ese marco la preocupación de la próxima Asamblea General de la OEA (Lima, octubre) por la problemática de desigualdad y discriminación en el Hemisferio está plenamente justificada. Pero esa agenda no debe excluir la grave problemática de gobernabilidad y gestión pública que caracteriza hoy a México, Centroamérica y Suramérica.


En efecto, si los graves problemas de violencia organizada, deterioro de los servicios públicos, de infraestructura y de inversión pública durante el gobierno de López Obrador son inocultables (El Financiero), los de corrupción en la mayor parte de Centro América (Guatemala, en particular), de autoritarismo sui generis (El Salvador) o totalitarismo (Nicaragua) y de “paraísos fiscales” (Panamá) son obstáculos manifiestos al buen gobierno y, por ende, a políticas orientadas a la disminución de la desigualdad y la discriminación. En el escenario centroamericano, sin embargo, el nuevo gobierno hondureño ha generado esperanzas de mejora pero la remanencia de la impunidad y la politización de las instituciones serán difíciles de atacar (TE), mientras que el gobierno de Costa Rica debe abatir el gran descontento social emergente en un país donde el buen gobierno ha sido, hasta hace pocos años, generalmente reconocido.


Y si se considera que en Suramérica sólo Uruguay puede ser una referencia modélica, ésta contrasta con el deterioro político y social de Argentina donde interaccionan el populismo, la crisis económica y la corrupción. Y con Brasil donde se anuncia el eventual retorno de un presidente (Lula) en cuyo anterior gobierno la corrupción se organizó trasnacionalmente desde el Estado (el Perú puede dar fe de ello).


Y mientras que, en el escenario andino, el desorden proporcional a la incertidumbre constitucional, económica y social que se arraiga en Chile, Bolivia, tan ligada a las dictaduras cubana y venezolana donde la pobreza es un modo de vida generado por el Estado, se adormece en un limbo de corrupción y trucaje plurinacional sustentado en mitología étnica


Es en ese escenario en el que el gobierno colombiano, sustentado en alianzas extraordinarias, pretende mitigar la desigualdad y alcanzar la “paz total” con políticas cuyos resultados están por verse. Si al gobierno de Petro se le puede otorgar aún el beneficio de la duda y el gobierno del Sr. Lasso en Ecuador, atacado como nunca por la violencia del narcotráfico, merece el apoyo que pueda brindársele, el desgobierno del Sr. Castillo ciertamente no merece tales beneficios.


Sin que un solo sector de su gobierno pueda mostrar eficiencia o solvencia y frente la evidencia de un deterioro progresivo en todos los sectores, un mínimo de prudencia hubiera evitado que el Sr. Castillo ofreciera Lima como sede hemisférica para evaluar, con seriedad, la problemática de la desigualdad y discriminación en el Hemisferio. Pero la prudencia no es una cualidad que abunde en el país.


Su ausencia permitirá que el Sr. Castillo emplee, para beneficio político propio o sectorial la presidencia de la reunión de la Asamblea General de la OEA que, eventualmente, ejercerá. Para compensar su ilegitimidad interna buscará la compensación externa que no pocos gobernantes desean otorgar. La protesta por esa desmesura debe manifestarse.


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