12 de mayo de 2005
Los presidentes de Perú y Chile acaban de sellar un gran fracaso diplomático organizado al alimón sobre la base de los excesos públicos de un reclamo extemporáneo (el caso peruano) y la extralimitación de la “firmeza” en el trato con el vecino (el caso chileno). En efecto, superada la más alta instancia bilateral para la solución de conflictos, ambos Jefes de Estado parecen haber delegado sus responsabilidades al devenir confiando en la buena marcha de la escasa interdependencia entre las partes y en la rutina de la relación diplomática. Pero al hacerlo los presidentes no parecen haber tomado en cuenta la vulnerabilidad de esas interacciones al incremento del riesgo del mercado, a la exacerbación nacionalista (tan oportuna para derechas, izquierdas y “fuerzas emergentes” como las cocaleras o indigenistas) o a la generación de desconfianza cancelatoria de los esfuerzos de entendimiento realizados en los últimos seis años. Tampoco han tenido en cuenta los costos de la erosión de los mecanismos de coordinación política y de seguridad bilaterales ni el hecho de que aquéllos se sufraguen en un contexto de vacío de poder en el vecindario peruano (Ecuador y Bolivia), de fragmentación suramericana (las diferencias brasileño-argentinas evidenciadas en la Cumbre Árabe-Suramericana) y de retorno de la sensación de aislamiento subregional chileno (el exministro de Defensa chileno Edmundo Pérez Yoma considera que lo peor en la relación bilateral está aún por venir). Si es evidente que estos efectos perniciosos no han sido buscados deliberadamente por los respectivos estamentos diplomáticos, también es claro que éstos no parecen haberlos tenido en cuenta. ¿Qué ha impedido entonces un mejor trato del problema? Ciertamente un problema de distorsión perceptiva enquistada en los más altos segmentos burocráticos de ambas cancillerías y la escasa permeabilidad de las mismas a la búsqueda de alternativas más moderadas en la materia. Pero ello no es suficiente para generar una crisis política y de seguridad como la actual. Entonces los representantes de los poderes fácticos con interés en el problema deben también contribuir a dar una respuesta. Especialmente cuando su influencia les fue facilitada por la naturaleza del problema, por la dispersión de la autoridad y la debilidad del Ejecutivo en el Perú y por lal limitaciones de la circunstancia electoral en Chile. Las autoridades de los dos países están en la obligación de volver sobre sus pasos. Salvo que deseen irresponsablemente sacrificar el tiempo que resta para sus respectivos reemplazos.
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