En lugar de un presidente electo del Consejo Europeo que, según el frustrado Tratado de Lisboa, debiera durar en el cargo dos años y medio, esa entidad tendrá, a partir de este 1 de julio y por seis meses, un presidente francés designado por rotativo mandato burocrático.
Sin embargo, por significación histórica (Francia forma parte del grupo de los seis miembros originales de la Comunidad Europea) poder y liderazgo, esa presidencia no debiera ser equivalente a la que haya podido realizar un miembro recién incorporado (Eslovenia que culmina su gestión ese día). Como ha ocurrido antes, Francia quisiera dejar huella ejerciendo el rol mayor del que nunca ha abdicado y disponiendo una agenda acorde con su protagonismo.
De lo primero podrá dar rápida cuenta la próxima instalación la Unión Mediterránea cuya formación Francia ha liderado. Ésta debe convertirá en socios europeo a un conjunto de países del norafricanos de extraordinaria condición estratégica: allí se encuentran Israel y todos los países árabes y musulmanes de esa cuenca. En tanto esa sociedad ofrece complejidad civilizacional, la estabilidad en la zona ciertamente no estará asegurada pero la influencia francesa y europea en un escenario inveteradamente confrontacional puede dar un salto cualitativo: el conflicto del Medio Oriente añadirá una componente político de alto nivel que hasta ahora era dirigido burocráticamente por la Comisión o a través del diálogo ad hoc (p.e. el diáologo de Madrid o el caso de Irán).
Por su naturaleza (y como ocurrió en el caso de la expansión europea hacia el Este), esa iniciativa tenderá inicialmente a reducir la intensidad de otras aproximaciones interregionales como en el caso de América Latina. Ese probable efecto podría, sin embargo, ser contrarestado por la confrontación común del emergente problema migratorio.
Pero la predisposición francesa al respecto no es la de la tolerancia sino el de la imposición de la ley y el orden. Y si la ley no es francesa y sí comunitaria (la directiva del retorno de inmigrantes ilegales aprobada por el Parlamento Europeo que debe convalidar también el Consejo), la disposición del Presidente Sarkozy, que ha llegado a la presidencia de su país ofreciendo mano dura para lidiar con este problema, es también nacional. Ello agrega complicación al trato bi regional del problema.
Por lo demás, la aspereza de la disposición europea responde a los requerimientos franceses de armonizar la normativa regional incluyendo la expulsión de los inmigrantes ilegales. Al respecto el señor Sarkozy no sólo no está dispuesto a atenuar el rigor de la norma (se opone, por ejemplo, a la regularización general de inmigrantes “a la española”) sino que es partidario de proceder a expulsiones colectivas salvo en casos humanitarios excepcionales.
En consecuencia, el dialogo que sobre la materia deben llevar a cabo autoridades de la OEA con sus equivalentes europeos no se orientará a la causa perdida de la eliminación de la norma sino a minimizar y postergar su aplicación. Ello podría intensificar la agenda eurolatinoamericana (y quizás a agregar valor convergente a la misma si se ataca la problemática de desarrollo vinculada al problema) pero no facilitar el imprescindible acuerdo de países latinoamericanos cercanos a Europa.
A esta complicación puede seguir otra sin Francia procura sólo modificaciones superficiales a los subsidios agrícolas de la PAC como, en apariencia, quisiera. Ello ciertamente no facilitará el desentrampamiento de la Ronda Doha. En lugar de ello, ésta podrá ser innovada con nuevos requerimientos europeos para lograr la apertura de mercados en un escenario ya bastante complicado por el proceso electoral norteamericano. Salvo que los negociadores redefinan la agenda, la Ronda puede fracasar incrementando la tendencia proteccionista en las potencias centrales.
El costo de este obstáculo al comercio podría, sin embargo, ser compensado en el ámbito de la seguridad si Francia lograr impulsar la identidad de seguridad europea al tiempo que procura su retorno al comando integrado de la OTAN. El fortalecimiento del vínculo transatlántico mejoraría la estabilidad global y abriría a los países latinoamericanos de vocación occidental una nueva oportunidad estratégica.
Aunque ello depende de la eficacia de la presidencia francesa del Consejo Europeo, la naturaleza de los problema que ésta tratará difícilmente permita soluciones excepcionales salvo quizás en el caso del Mediterráneo y de la OTAN.
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