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  • Alejandro Deustua

El TLC Entre Colombia y Estados Unidos

El acuerdo de libre comercio negociado por Colombia y Estados Unidos ha caído en un entrampamiento legislativo que pone en cuestión la seguridad jurídica, la consistencia de la política exterior y la calidad del vínculo con aliados regionales de la primera potencia.

Al respecto parece necesario recordar que, a pesar de su importancia, esa potencia es un Estado y, por tanto tiene todas las obligaciones de comportamiento externo que el resto. Si su jerarquía le otorga responsabilidades y capacidad de acción distintivas, ello no reemplaza su condición básica de unidad política en el sistema internacional. En consecuencia lo que acuerda debe ser cumplido especialmente si lo acordado deviene de un entendimiento expreso entre el Legislativo y el Ejecutivo.

En efecto, la negociación del acuerdo con Colombia fue realizada por el Representante Comercial de Estados Unidos, que depende de la Casa Blanca, previa autorización del Congreso norteamericano para negociar acuerdos comerciales durante un plazo. Tal autorización, basada en la radicación en el Congreso de la capacidad del Estado de vincularse comercialmente con terceros, fue explícita en torno a las responsabilidades de cada quien: el Ejecutivo negocia y el Congreso aprueba o desaprueba lo negociado sin añadir o restar un ápice a lo convenido con la contraparte. Esto es lo que se llama “fast track”.

En ese proceso intervinieron los actuales candidatos a la presidencia. Aunque alguno hubiera denegado su voto a la autorización negociadora, el hecho es que ésta fue adoptada por el Legislativo. Y en consecuencia el Ejecutivo negoció. Por tanto, el Congreso y los congresistas –y los candidatos presidenciales que siguen ostentando ese título-, debiera remitirse a aprobar o desaprobar el acuerdo.

Sin embargo, éstos desean postergarlo, condicionarlo a determinado comportamiento colombiano o simplemente incorporarlo a la parafernalia de la contienda electoral. Ello no sólo no es serio sino que resta consistencia jurídica y política a la palabra empeñada por Estados Unidos.

Tal actitud llama la atención especialmente en el caso de la señora Clinton. No sólo porque ella contribuyó a otorgar la autorización negociadora sino porque el expresidentes Clinton fue quien llevó a cabo la iniciativa (lamentablemente frustrada) del expresidentes Bush: la Iniciativa de las Américas. Ello ocurrió en la cumbre americana de 1994 realizada en Florida cuando el conjunto de los presidentes americanos (y no sólo el norteamericano) acordaron desarrollar el ALCA.

Previamente el expresidentes Clinton había expresado su pleno apoyo al NAFTA (y, específicamente al acuerdo con México) en la campaña que lo llevó al poder. Sin embargo, la señora Clinton, por exigencias electorales, ha virado hoy en esta materia, en redondo.

Por lo demás, debe tenerse presente que los antecedentes de los acuerdos de libre comercio negociados con Colombia y el Perú señalan con claridad motivos de seguridad como sustento. En efecto, la fundamentación de los programas de concesión de acceso al mercado norteamericano a los productos andinos (ATPA y ATPDEA) se justificó, en buena medida, en la necesidad de compensar el esfuerzo desplegado por estos países en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo.

A ello se añadió, en el caso de Colombia, el respaldo de seguridad brindado por Estados Unidos a través del Plan Colombia que convirtió a este país en uno de los principales receptores de cooperación norteamericana. En este caso, Estados Unidos y Colombia ciertamente han establecido algo más que una simple asociación estratégica. Ésta constituye un caso único, pero demostrativo, en Suramérica.

De ello no puede concluirse otra cosa que el acuerdo de libre comercio con Colombia corresponde al interés nacional de Estados Unidos. Los congresistas-candidatos que hoy lo ponen en cuestión no dan un buen ejemplo sobre su respeto.



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