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  • Alejandro Deustua

El Retiro de Irak

Luego de ochos años de esfuerzo bélico y de intento de reconstrucción nacional, el presidente Obama ha anunciado el retiro total de tropas de Irak. Sin una victoria clara y también sin derrota, la evaluación del resultado depende de la compleja definición de lo que se obtuvo y lo que se perdió.


Entre los logros se cuentan claramente la erradicación de una dictadura totalitaria, el lento proceso iraquí de construcción de instituciones democráticas, la cancelación de la amenaza de Irak sobre sus vecinos y el Medio Oriente, la posibilidad de construir una economía libre en ese país y, especialmente, la responsabilidad ciudadana y de sus fuerzas armadas, aún en formación, de que ello ocurra bajo los reiterados auspicios, esperamos, de la ONU.


Pero el espacio dejado por la desaparición de la dictadura no ha sido ocupado por la seguridad interna en Irak, las instituciones jurídicamente establecidas por una Constitución democrática siguen fácticamente bloqueadas en ese país por el faccionalismo y la confrontación religiosa, la autoridad central carece de control pleno del territorio y la economía permanece atrapada entre la dependencia petrolera y la ausencia de inversión y de empleo impidiendo que la libertad lograda se exprese en bienestar.


Por lo demás, el inestable balance de poder en la zona no favorece a Occidente mientras que Irán ha encontrado en su viejo enemigo un área de influencia comandada por la filiación religiosa (el chiísmo) y la adscripción económica. La fuerza de equilibro que debía venir de Turquía no se ha producido con la intensidad esperada de una potencia emergente impedida quizás por la autonomía kurda, su control sobre vitales zonas petroleras, el sostenimiento del conflicto étnico en territorio turco y, especialmente, por el desarrollo nuclear iraní.


Impulsado por la ausencia de balance, Irán ha devenido en el verdadero centro de conflicto emergente en tanto éste se defina por el desarrollo de armas de destrucción masiva. La diferencia en relación al 2003 es que de ello hay certeza y no sólo distorsionada percepción. Si Irak desapareció de ese escenario mayor (el club de detentadores de ese tipo de armas y de aspirantes a poseerlas), fue porque indujo la percepción generalizada de que las poseía, no porque las tuviera (como es hoy evidente que no las tuvo) y porque se esforzó en no demostrar lo contrario. La eliminación de esa fuente de letal incertidumbre es otro logro del esfuerzo bélico aliado cuyo costo no puede medirse sólo en el resultado material de la ausencia de ese tipo de armas. En efecto, la Agencia Internacional de Energía Atómica (hoy la OEIA) no sólo se mostraba incapaz de sentenciar antes del 2003 que Irak carecía de esas armas sino que elaboró una extensa lista de las capacidades que Irak podía tener antes de la guerra, retroalimentando la certeza de la amenaza en quien quisiera tenerla (como Estados Unidos).


Esa niebla estratégica desapareció en los primeros meses de la guerra. Pero lo hizo al costo urticante de la pérdida de legitimidad norteamericana en la afirmación del casus belli y de la capacidad de análisis de la primera potencia (de cuya calidad depende el diagnóstico de una amenaza que debe llamar, a su vez, al interés y a la acción colectivos). Los aliados norteamericanos (y hasta los observadores, como el suscrito) que apoyaron la acción bélica lo hicieron basados en convicción de que el nivel de riesgo alegado ante el Consejo de Seguridad (una amenaza real y presente) era cierto.


En este caso, uno de los factores de la generación de amenazas irreales pero de apariencia creíble ha desaparecido con Hussein. Pero lo que permanece es la incertidumbre que involucra al diagnóstico de seguridad cuando éste se refiera a actores no estatales: la posibilidad de que agentes terroristas pretendan apoderarse de armas de destrucción masiva sigue existiendo mientras que la potenciación del temor consecuente mediante operaciones de terrorismo de gran escala (como el ataque a las Torres Gemelas) no ha sido cancelada.


De otro lado, es en ese escenario de ambigüedad generalizada que la deposición del dictador iraquí y la destrucción de su aparato de seguridad ha contribuido, en medida no precisa aún, a generar las condiciones de movilización que, fundada en otros motivos, ha devenido en la denominada “primavera árabe” (y cuyo impacto no está alejado, por lo demás, del reconocimiento del Estado palestino, cambiando las condiciones de las negociaciones palestino-israelíes).


El turbio y menos esperanzador panorama que esa “primavera” muestra hoy (el caos libio, el vacío egipcio, la guerra civil en Siria difícilmente compensado por las mejores realidades de Marruecos y Túnez) es, en no poco medida, un ejemplo de la dificultad de cuajar un orden estatal en países cuyas base institucionales no sólo no son democráticas sino que obedecen a patrones no occidentales, no modernos y que son, a su vez, fuertemente determinados por el poder y el gregarismo religioso.


De ello puede dar cuenta la guerra afgana cuyo escenario será abandonado, bajo otros términos en el 2014 y cuyos costos materiales son menores al iraquí. Para que éste tenga un destino más firme que el escenario mesopotámico será imprescindible el rol de potencias que, como Rusia, China e India no han se han comprometido suficientemente con la estabilización del área de acuerdo a sus muy singulares intereses nacionales.



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