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  • Alejandro Deustua

El Inaceptable Modelo Escocés

Siendo el Estado la unidad política básica del sistema internacional, su existencia está protegida por el Derecho Internacional Público y por normas internas que resguardan su subsistencia independientemente de que se trate de Estados democráticos o totalitarios.


Por ello, las normas constitucionales, como leyes superiores que establecen y regulan el orden interno de estas entidades políticas, se sustentan en arquitecturas institucionales que superan el imprescindible voto ciudadano emitido sólo de manera “libre y justa”. Así, el triunfo de una mayoría simple para modificar la norma constitucional es generalmente es insuficiente. En los Estados democráticos las mayorías requeridas a estos efectos son siempre calificadas e implican la participación de instancias que no se restringen a las meramente populares.


Así, para cambiar la Constitución del Perú su artículo 206 requiere del concurso de la mayoría absoluta de los legisladores y ratificada por un referéndum que puede ser reemplazado por una votación de más de dos tercios en dos legislaturas consecutivas. Este nivel de exigencia es un indicador de la naturaleza y de la jerarquía superior de la Constitución y de la seriedad con que la ciudadanía y sus instituciones deben afrontar cualquier cambio de esta ley madre.


La complejidad de este requerimiento es notoria también en el caso de la Constitución de los Estados Unidos cuya Carta Magna ha sufrido apenas 27 modificaciones desde que entró en vigor en 1789. En efecto, su artículo 5º establece que para modificar la Constitución (las Enmiendas referidas) se requiere de dos tercios de los votos en ambas cámaras (la Casa de Representantes y el Senado). Alternativamente ese artículo requiere de la convocatoria de una “convención nacional” que involucre a dos tercios de las respectivas legislaturas cuya decisión debe ser ratificada por el Congreso o por tres cuartas partes de los Estados de la Unión.


Como puede verse potencias de bien distinto calibre y con tradiciones jurídicas harto diferentes convergen en la consideración de que un cambio constitucional (es decir, del orden interno del Estado) no puede tratarse como cualquier ley y merece, por tanto, requerimientos de especial sofisticación acorde con el interés nacional y el bien público que está en juego.


Es más, luego de la adopción del Tratado de Lisboa, el Consejo de la Unión Europea sólo adopta mecanismos de mayoría simple para decisiones de carácter procedimental. Para los demás casos, el consenso antes exigido (y siempre difícil de lograr) ha sido reemplazado por la denominada “doble mayoría”. Ésta requiere para la mayoría de las decisiones sustantivas del Consejo (el órgano político de mayor jerarquía de la UE) de una votación que represente al menos quince países (un requerimiento que favorece a los países más grandes) y al 65% de la población europea mediante el ejercicio del voto ponderado.


Es más, cuando se trata de asuntos que no son recomendados por la Comisión o por el Alto Representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, se requiere una “mayoría cualificada reforzada” que implica el concurso de por lo menos 72% de los miembros del Consejo que representen también al 65% de la población.


Esos no es todo, para la adopción de políticas especialmente “sensibles” (fiscalidad, seguridad social, adhesión de nuevos Estados, política exterior y defensa común) la Unión Europea reclama unanimidad en el voto.


Entonces ya no son sólo los Estados los que reclaman requisitos complejos para alterar el orden constitucional sino también la entidad que representa el más avanzado proyecto de integración en el mundo (y que, por los tanto, a la que se ha cedido mayor soberanía). En efecto, los Estados miembro de la UE exigen un mecanismo mucho más sofisticado y diversificado de votación para tratar políticas que cubren amplio rango de sectores que regulan su vida cotidiana.


Si la complejidad es la norma en estos asuntos, ¿cómo es que en el referéndum escocés que se realizará mañana y que implica la secesión de una nación, la quiebra de un Estado que es, a su vez, una potencia de alcance global, y la alteración del orden europeo (además del efecto de contagio secesionista que generará en otras partes del mundo) puede ser tan libérrimo y, hasta, trivial?.


En efecto, la decisión que resulte de la votación de mañana en Escocia no requiere siquiera el concurso de un mínima parte de la ciudadanía establecida por ley. Es más, para esta oportunidad se ha ampliado el derecho al voto a adolescentes de 16 años y podrán votar residentes en Escocia que no sean escoceses aunque sí británicos. Bajo estas extraordinarias condiciones quien gane con el 50% más uno de la votación producirá los efectos enumerados sin siquiera pasar por un mecanismo de ratificación por el Parlamento escocés.


Así, si gana el SÍ (que no ganará), las negociaciones sobre la secesión con las autoridades del Reino Unido se abrirían de inmediato sin que los miembros de la Unión hayan sido singularmente consultados.


Este mecanismo dice mucho sobre la extraordinaria irresponsabilidad con que se ha procedido al referéndum escocés. Si un Estado no es una empresa cuyos accionistas deciden qué hacer con ella según les plazca (aunque para eso también hay leyes), resulta incomprensible e irracional que en el caso del Reino Unido éste pueda quebrarse en una sola votación de una de sus partes sin mayor requerimiento que un voto afirmativo de la mayoría que sea como si se tratara de una elección municipal y con absoluta prescindencia de la compleja historia que ese Estado resume y de las consecuencias que ello producirá en el sistema internacional.


De otro lado el argumento de que la secesión es un instrumento natural a la vida de los Estados es de una ignorancia supina aunque la fenomenología secesionista sea identificable.


En América del Sur, por ejemplo, Bolivia fue producto de la secesión del Perú impuesta por Bolívar, el democrático Uruguay fue producto de la secesión, por la mano del gran Artigas, de las Provincias Unidas del Plata y Panamá fue producto de una secesión revolucionaria alentada claramente por Estados Unidos. Pero éstas fueron secesiones impuestas por la fuerza. Es decir, por la arbitrariedad. Ello no hace de ese fenómeno uno de normal ocurrencia.


Como no es normal hoy el caso de la “secesión” de Crimea que fue absorbida por Rusia luego de una invasión y de un referéndum montado ad hoc cuya ilegalidad es evidente para una buena mayoría del sistema internacional.

Quizás ese caso podría haber tenido menor trascendencia si Europa no hubiera sido testigo y partícipe de la extraordinariamente cruenta desaparición de Yugoslavia (un fenómeno de secesión mediante el uso mayúsculo de la fuerza) y de la implosión de la Unión Soviética a finales del siglo pasado (un caso derivado de la confrontación Este-Oeste y, por tanto, de fuerza sistémica antes que de la voluntad popular).


De otro lado, el ejemplo de separación civilizada y democrática como se presenta la escisión de Checoeslovaquia no es un caso de secesión en tanto el Estado se disolvió allí por común acuerdo entre lo que es hoy la República Checa y Eslovaquia.


Ello no obstante, nadie puede negar la fenomenología de la secesión pacífica a través del referéndum en los últimos dos siglos (entre los que destacan, por civilizados, la separación de Suecia y Noruega -tan proclives a aceptar en otros el uso de este tipo de medidas- o el de las Islas Feroe en relación a Dinamarca).


Pero estos procesos no pusieron en riesgo el sistema internacional (el efecto contagio que se espera en Europas si gana el SÍ es muy preocupante) ni ocurrieron en momento en que el corazón de Occidente está amenazado por un proceso de fragmentación nacionalista de consecuencias estratégicas extraordinariamente peligrosas. Esa fenomenología cruza Europa de Este a Oeste (es decir, de Ucrania a Escocia) y de Norte a Sur (desde los Países Bajos hasta Cataluña y Córcega).


En conclusión, por razones jurídicas y estratégicas, históricas y de prospectiva, el referéndum escocés debió haberse llevado a cabo bajo normas más sofisticadas y teniendo en cuenta la opinión del resto de los integrantes del Reino Unido y de la Unión Europea. Pero no ha ocurrido así gracias a la impavidez de ciertas autoridades.


Esperamos que gane el NO y que se tome conciencia que el referéndum escocés no es un modelo a seguir. En América Latina debemos prever situaciones de esta naturaleza evaluando bien los escenarios de fragmentación nacional y legislando razonable y oportunamente sobre la materia.


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