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Alejandro Deustua

El G8 Concreta (Declarativamente) la Flexibilidad del Ajuste en la Unión Europea

Si los ecologistas creen que el ambiente es determinante de la política, deberían estudiar mejor los aires de Camp David. Allí se han logrado acercamientos y acuerdos entre los más agrios enemigos de la Guerra Fría, el Medio Oriente y, hoy, entre socios occidentales con distintos puntos de vista sobre cómo afrontar la gravísima crisis europea. Sin embargo, la exaltación bucólica de los acuerdos logrados en la casa de campo del presidente norteamericano no siempre ha sido correlativa con los resultados cuando cada quien retorna a casa. Hoy el Grupo de los 8 ha conseguido allí un nuevo, aunque bien genérico, consenso económico concerniente a la zona del euro (y otro también político sobre zonas críticas –Afganistán, el MENA, África, Corea del Norte- y sobre seguridad energética y alimenticia). Es más lo ha hecho con un espíritu optimista probablemente influido por la frescura del paisaje: la recuperación está en marcha pero afronta obstáculos (ni siquiera riesgos graves) definidos norteamericanamente como “headwinds”. La cuestión, como siempre, es cómo implementar armónicamente ese tipo de decisiones cuando se deba afrontar la realidad de un escenario peligrosamente convulso. La focalización de los miembros europeos del G8 en la implementación del acuerdo será aún más demandante cuando lo que se ha convenido implica un cambio sustantivo del punto de vista sobre cómo enfrentar la crisis europea cuya cimiente se encuentra en los resultados electorales en Francia y Grecia (y que, de no ganar el Presidente Obama las próximas elecciones norteamericanas, puede revertir) y no en la razón de Estado. En efecto, el G8 ha pasado de centrarse en la austeridad como única forma de salvar la compleja crisis europea a afirmar el crecimiento y la creación de empleo como “imperativo”. Ese resultado no sólo es sensato a la luz del cambio de correlación de fuerzas en Europa, sino sano y posible en tanto el necesario ajuste fiscal se complemente con políticas específicas de estímulo focalizado cuando el problema sea también de deuda (el caso griego) y de moderación del recorte cuando el problema sea de exceso de déficit (el caso español). Si la CEPAL lo propuso para América Latina en la década perdida y no tuvo apoyo, que hoy éste merezca el consenso del G8 es un reconocimiento tardío a la sensatez de esa política de la que, ojalá, se beneficie Europa. De otro lado, el cambio del consenso por razones electorales (y de sustentabilidad ciudadana) ha consagrado un nuevo equilibrio en la Unión Europea que resta inercia hegemónica a Alemania (cuya Canciller había apoyado al derrotado presidente Sarkozy, exigido un duro trato a Grecia y sugerido, a pesar del caos reinante allí, un referendo sobre el euro) y agrega el peso de Estados Unidos al apoyo a Francia (es decir, al gobierno del recién electo presidente Hollande). El resultado no es sólo una imprescindible flexibilización de criterios en la confrontación de la crisis sino la legitimación de la validez de políticas específicas para cada caso. Ello implica el cuestionamiento de la receta única y su consecuencia es el cambio de enfoque del Pacto Fiscal cuyo compromiso ha involucrado cambios en normas fundamentales de los miembros de la UE olvidando los riesgos de ciertas políticas transformadas en ley (como ocurrió con la “convertibilidad” en Argentina). Ese mandato draconiano deberá ser ahora temperado por un programa de crecimiento que eventualmente deberá ser más tolerante con los bajos límites de inflación que vigila el rigor disfuncional del BCE (su ex -director, el Sr. Trichet, llegó a exclamar, en medio del estallido de la crisis, que su desempeño en la lucha contra la inflación había sido “impecable”) y un mejor uso de los fondos institucionales europeos. El contenido de política económica del nuevo consenso no es imprevisto: teniendo como objetivo la generación de confianza, estabilidad y recuperación en Europa, el G8 ha esbozado lineamientos vinculados al incremento de la productividad y de la demanda, a la facilitación del crédito y de la inversión, al apoyo a las pequeñas empresas (las pymes son el nervio central de la economía europea) y a emprendimientos público-privados. La mayor dimensión keynesiana de esta aproximación será rebajada por necesarias reformas estructurales y el ajuste ya pactado quizás mitigado en el tiempo. Aunque nada se ha dicho sobre la profundización de las reglas de competencia, incremento de impuestos y disciplina del sistema financiero (que debiera abarcar no sólo a los bancos convencionales sino a los bancos de inversión, a los hipotecarios y a los hedge funds) ello forma, en apariencia, parte del entendimiento. Es más, quizás las medidas de expansión resulten insuficientes a la hora de ejecutar presupuestos ya aprobados y cumplir con metas específicas de equilibrio. El rigor fiscal seguirá siendo necesario. Pero ahora tiene un horizonte de esperanza como complemento necesario que podrá servir de estabilizador si los ciudadanos de la Unión Europea –y especialmente, los del sur- se benefician de ese nuevo escenario y, fundamentalmente, si creen en él.


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