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El FĂștbol Como Sistema y la Fifa Como Orden

  • Foto del escritor: Alejandro Deustua
    Alejandro Deustua
  • 19 jun 2014
  • 4 Min. de lectura

El futbol profesional puede tener un carĂĄcter global pero su esencia competitiva se define nacionalmente. Esta caracterĂ­stica se repite con cada campeonato mundial que congrega identidades, intereses y pasiones locales antes que principios colectivos (salvo por la necesidad de respeto de las reglas del juego, el fair-play y del fĂștbol mejor jugado segĂșn el criterio de cada quiĂ©n).


Definido asĂ­, el fĂștbol y su organizaciĂłn se asemejan al sistema internacional y su orden se rige por los regĂ­menes que regulan la competencia organizada.


En efecto, el fĂștbol se organiza en una especie de sistema westfaliano donde selecciones y equipos representan a sus Estados en contiendas lĂșdicas (la primera de las cuales se escenificĂł en Montevideo en 1930).


Ese sistema se estructura en torno a polos de poder y se despliega en regiones en las que predominan unas pocas potencias. A pesar de que el balance de poder mundial en esta materia ha devenido en un instrumento cada vez mĂĄs dinĂĄmico en proporciĂłn al mayor nĂșmero de equipos nacionales (que, a su vez, incrementan su capacidad competitiva), el sistema se ordena mediante una competencia de selecciones y clubes generalmente dominada por dos regiones: Europa y SuramĂ©rica. Aunque África muestre una influencia mayor, Asia anuncie un repunte intermedio y OceanĂ­a deje nota de apariciones cada vez menos decorativas, estos ĂĄmbitos estĂĄn lejos de alterar el predominio anunciado.


Así, en el marco de las diecinueve copas mundiales disputadas hasta hoy (descartando la brasileña del 2014 que no ha producido todavía un campeón), ocho han sido ganadas por suramericanos y once por europeos. Esa tendencia no ha sido quebrada ni por la primera potencia mundial real (Estados Unidos) ni, descartando a Brasil, por ninguno de las potencias emergentes agrupadas en los BRICS (entre ellos, sólo Rusia y Suråfrica juegan en este sistema al mås alto nivel, mientras que los países de mayor densidad demogråfica como China e India son históricamente marginales aunque formen parte del régimen de la FIFA).


AsĂ­ el gran campo de batalla del fĂștbol ha sido tradicionalmente dominado en Europa por Italia (4 copas mundiales), Alemania (3), Inglaterra (1), Francia (1) y España (1) y en SuramĂ©rica por Brasil (5 copas mundiales), Argentina (2) y Uruguay (2).


Al margen de estas potencias ninguno de los equipos que representan a las 208 asociaciones nacionales ha ganado una copa del mundo (aunque este año pudiera aparecer alguno mås, éste serå también europeo o suramericano).


En tĂ©rminos de normas y reglas este sistema es ordenado por una gran cofradĂ­a (la FIFA) que se define como entidad sin fines de lucro cuyo Ăłrgano supremo es el Congreso de la entidad (una especie de Asamblea General de la ONU) que se reĂșne cada dos años y cuyo agente ejecutivo principal es el Presidente que se elige periĂłdicamente (cada cuatro años) sin lĂ­mite reelectoral.


A pesar de que cada asociaciĂłn integrante del Congreso dispone de un voto, la FIFA ha tenido sĂłlo ocho presidentes desde su fundaciĂłn en 1904. Estos grandes popes han sido generalmente reemplazados en el cargo por razones extra-democrĂĄticas vinculadas a la salud u otros intereses.


Ello otorga al presidente de la FIFA (siempre, por tradiciĂłn e interĂ©s, un europeo con la sola excepciĂłn de un brasileño entre 1974 y 1998) un inmenso poder. Éste tiende a ejercerse de manera corporativa y piramidal con estructuras muy sofisticadas en los paĂ­ses mayores y extremadamente primitivas en los menores.


En este marco ineficiente y anacrĂłnico la FIFA interactĂșa con el mercado global del espectĂĄculo y de sus actores principales -los jugadores y sus soportes- a lo largo de un entramado de entendimientos entre representantes, autoridades institucionales y caciques locales que invaden el ĂĄmbito de las confederaciones regionales.


La opacidad de las reglas permite la porosidad y es proclive a la corrupción en varios niveles. Mediante lazos feudales y corporativos autoridades locales enquistadas en el poder a través alianzas provincianas adineradas (cada cual a su escala) se vinculan con las mås altas en el escalafón. En el proceso, éstas tienden a asegurar la permanencia de los presidentes de confederaciones regionales y la del propio presidente de la FIFA (el actual cuenta ya con dieciséis años en el cargo que parece un período modesto comparado con otros directores mejor recordados).


Este tipo de sistema interactĂșa con los paĂ­ses candidatos a ser sede de los campeonatos del mundo. Éstos y la FIFA se encargan de las negociaciones con agentes privados encargados desde el patrocinio publicitario hasta derechos televisivos mientras los locales se hacen cargo de la realizaciĂłn de obras a que el Estado se compromete. Y todo funciona bajo la jurisdicciĂłn FIFA superando, a veces a la nacional.


En el caso brasileño ello ha llevado a elevar el precio de la infraestructura necesaria a US$ 11 mil millones sobrepasando de lejos los montos originales. Como si ello fuera poco, se ha permitido que miembros sin ninguna tradición pero con mucho dinero y excentricidad puedan organizar mundiales en medio del desierto a un costo económico y laboral (vidas y condiciones de trabajo) escandaloso.


Tales costos y prĂĄcticas del orden futbolero estĂĄn generando extraordinarios pasivos sociales expresados en graves protestas dentro los paĂ­ses organizadores que superan los beneficios comerciales y polĂ­ticos del sĂșbito incremento de la cohesiĂłn e identidad nacionales que el fĂștbol genera.


El sistema que envuelve ese orden bien podrĂ­a adecentarse si sus representantes desearan mejorar la competencia. Pero, en apariencia no lo desean. Menos cuando Ă©stos estĂĄn al tanto de su importancia polĂ­tica, lo que ha llevado a altas autoridades –Henry Kissinger de su mejor Ă©poca entre ellos- a procurar mejorar su aceptaciĂłn mundial y la de sus paĂ­ses mediante el auspicio del juego bonito.


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