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  • Alejandro Deustua

El Estado de la Unión

La presentación del Estado de la Unión por el Presidente Bush ha confirmado su visión neoliberal de la economía y el marco kantiano de su política exterior. Y también ha mostrado el escaso apego presidencial a las complejidades de la gestión pública.


En efecto, en materia económica el Presidente sólo ha anunciado amplias propuestas liberales para la reforma de una institución prototípica del Estado de bienestar (la seguridad social) y para el control del déficit fiscal al tiempo que obvió el gravísimo problema del déficit norteamericano de cuenta corriente. Y en política exterior ha ratificado su genérica doctrina de ampliación de la libertad resultante de la lucha contra el terrorismo (concentrada, esta vez, en el Medio Oriente) sin más compromiso que el de una aproximación comunitaria y la disposición al uso del poder.


En términos generales, la insistencia presidencial en la definición ideológica de la problemática interna e internacional quizás no aproveche bien la mayor disposición occidental (la de la “Vieja Europa” y parte de América Latina) a reencontrarse con Estados Unidos. La insistencia en su dimensión emocional corre ese riesgo complicando el derivado de la poca precisión de las propuestas.


Paradójicamente ello sólo incrementa el interés en los contenidos del Estado de la Unión. En efecto, resulta extraordinario que en el acápite económico el Presidente haya añadido al enfoque neoliberal (cuyo centro es la privatización de la seguridad social) la vinculación entre los requerimientos de la economía de mercado y las necesidades sociales proponiendo a éstas como una función de aquéllas. Así, los requerimientos de educación han sido presentados como atados a los de competitividad, los de salud a la productividad y los del mejoramiento del medio ambiente al crecimiento y a las necesidades de reducir la dependencia energética.


Podría alegarse al respecto que esta relación es propia de la economía política si no fuera por la excepcionalidad ideológica de las medidas sugeridas para corregir el déficit fiscal. Si la importancia de este tema tiene alcance global, se estará de acuerdo con que la calidad instrumental del compromiso de reducir ese déficit (4% del PBI) a la mitad en 4 años es, por lo menos, preocupante por improbable para todos. Más aún cuando la caída es mayor (el 2000 Estados Unidos obtuvo un superávit fiscal de 2.5% del PBI) y lo que se propone para corregir el pasivo es la consolidación de la reducción tributaria eliminado, en consecuencia, un instrumento de política fiscal para favorecer una dudosa reducción del gasto. El Presidente sólo ha sugerido al respecto la reducción de 150 programas –lo que indica que su enfoque es de racionalización antes que de corte- y no ha sido claro sobre como se producirá la reducción cuando las necesidades militares están al alza en un contexto de guerra.


Si el centro de la política exterior es la seguridad y el gasto de defensa no podrá achicarse (menos cuando la superpotencia busca también mantener su supremacía), el objetivo de reducir el déficit a la mitad en 4 años con estos medios parece insustentable. Más aún cuando la política monetaria no ayudará mucho si el FED ha decido mantener las tasas de interés neutrales (con incrementos graduales y previstos hasta alrededor de 3.5%-4%) para no inhibir el crecimiento. Con esta actitud, el dólar seguirá débil aunque su depreciación tienda a estabilizarse. Ello puede favorecer las exportaciones norteamericanas –y también las de los países de la “zona del dólar”- pero erosionará la acumulación de capital y de reservas en la divisa norteamericana y, en ausencia de coordinación internacional, no favorecerá la estabilidad monetaria global.


La decisión de moderar el gasto en estas condiciones seguirá requiriendo –si no incrementando- la dependencia del financiamiento externo principalmente a través del mercado de bonos. Ello vinculará estratégicamente los fundamentos de las economías que adquieren esos bonos –como la china y la japonesa- con los norteamericanos ampliando unas vías de retroalimentación difíciles de controlar en caso de schok externo como podría ser, por ejemplo, una fuerte desaceleración del crecimiento chino. El discurso del Presidente Bush no ha contribuido a la reducción de la vulnerabilidad financiera y monetaria norteamericana y global.


Por lo demás, la omisión presidencial al trato del extraordinario déficit de cuenta corriente norteamericano (alrededor de 5.4% del PBI) es aún más preocupante. Si ideológicamente esa omisión es el equivalente a una visión extrema del “dejar hacer, dejar pasar” y si operativamente ello significa la ausencia de políticas que no sean las de procurar mayor apertura en mercados ya abiertos, ello anuncia que Estados Unidos está haciendo de la vulnerabilidad una política. Con una economía mundial desacelerándose (cayendo del 5% el 2004), aunque aún en expansión (creciendo 4.2% el 2005) y la economía norteamericana siguiendo esa tendencia (cayendo de 4.4% el 2004, pero creciendo 3.1% el 2005), difícilmente el crecimiento del comercio mundial continúe absorbiendo exportaciones norteamericanas al ritmo necesario (Europa crecerá este año sólo 2.1%).


Si no se hace nada, la presión depreciatoria sobre el dólar será aún mayor incrementando el desequilibrio financiero internacional. Y mientras el problema de balanza comercial no se confronte en el ámbito de la OMC, los acuerdos bilaterales de libre comercio serán cada vez más necesarios para Estados Unidos al tiempo que los exportadores pequeños –como los latinoamericanos- se beneficiarán de ese requerimiento crítico en proporción directa a un nivel de consumo norteamericano cada vez más cuestionado. Al respecto, el Presidente Bush ni siquiera ha propuesto los términos del debate.


De otro lado, en el capítulo “específico” de política exterior el Presidente ha mostrado consistencia ideológica, de visión y de misión. En términos ideológicos el marco kantiano de expansión libertaria expuesto en la toma de posesión el 20 de enero ha confirmado en el Estado de la Unión lo que la Secretaria de Estado ya había expresado ante el Congreso: el compromiso con el fortalecimiento de una comunidad democrática de naciones como gran objetivo de política exterior norteamericana.


En términos históricos, la visión expuesta ahora por el Presidente sobre nuestro tiempo es consistente con lo establecido en la toma de posesión: estamos, a su juicio, en una “era” favorable a la libertad equivalente a la liberación de la esclavitud, del fascismo y del comunismo. Ésta es la de la liberación de los totalitarismos remanentes. Y, entre ellos, el del fundamentalismo musulmán.


Y en el ámbito instrumental, la misión norteamericana consiste en el empeño propio y de aliados contra el terrorismo eliminando las causas del resentimiento del que éste se nutre y cambiando el ambiente de opresión en que se procrea.


Si la consistencia no es necesariamente signo de virtud, difícilmente se pueda discrepar sustancialmente en Occidente de las generalidades de la primera y tercera propuesta. Pero ciertamente algunos no concordarán con su trato específico y mucho seguiremos estando en desacuerdo que las complejidades de la lucha antiterrorista sean equivalentes a los desafíos totalitarios del siglo XX. Pretender que así sea puede ser parte de la épica de quien lidera el combate que muchos apoyamos, pero no corresponde a la realidad histórica.


Por lo demás, si la propuesta de cambiar las condiciones que permiten la insurgencia terrorista es sensata y si el terrorismo es global, el Presidente debió hacer una referencia al conjunto de estos escenarios –que son todos aquellos donde reina la pobreza extrema y el subdesarrollo estructural-. Pero no lo hizo. A la luz del actual empeño militar puede entenderse su concentración en el Medio Oriente, pero no su desaprensión por el gran escenario de exclusión al que el Medio Oriente pertenece de manera muy particular.


Esta discriminación innecesaria –aunque reiterada en estas presentaciones públicas y que ahora ha involucrado también a las grandes potencias- será probablemente compensada por el Departamento de Estado. Pero ciertamente no contribuye a fortalecer otra propuesta sensata del Presidente: la de procurar el concurso de aliados –especialmente democráticos- en la lucha antiterrorista y la de promover la democracia de manera compatible con la cultura nacional. Los países europeos, a donde se dirige la señora Rice en su primera visita oficial, lo habrán lamentado ahora parsimoniosamente.


De otro lado, el centro de gravedad del discurso de política exterior –el Medio Oriente- fue referido con precisión en unos casos pero con exceso en otros. En el primer acápite resaltó la indispensable referencia a Irak considerado correctamente como un “frente vital en la guerra contra el terrorismo”. El compromiso con el triunfo, entendido como la transformación democrática de ese país, la consolidación de sus instituciones y de su fuerza armada, es fundamental para la seguridad del área. Y el descarte de un cronograma de salida que no sea el resultado que permita sanear el vacío de poder fue una consecuencia sensata. Puede que el Presidente no haya ganado a todos en este acápite, pero ciertamente sí incrementó el ámbito de los adeptos dentro y fuera de los Estados Unidos. Como resultado de ello y del proceso electoral iraquí, la OTAN y no pocos países europeos tenderán a incrementar su asistencia y compromiso en la zona. Sin embargo, confirmando su escaso interés por los problemas del desarrollo, el señor Bush no hizo una sola referencia a la reconstrucción económica iraquí restándose a sí mismo puntos nuevamente.


Este tema, sin embargo, sí fue enfatizado en el caso de la Autoridad Palestina a la que se prometió consulta sobre sus necesidades y un aplaudido apoyo de US$ 350 millones. El vínculo entre las posibilidades de retomar el diálogo de paz palestino-israelí y la estabilización de Irak con presencia en la zona de una fuerza superior quedó así sellado.


En cambio, las advertencias a Siria e Irán sobre la necesidad de transformación democrática y de cambiar su condición de países que albergan terroristas y promueven la proliferación nuclear (el caso de Irán) fue excesiva a la luz de la ausencia de resultados en el Asia (el caso de Corea del Norte, que no fue nombrada y también de China que sigue siendo una potencia totalitaria). Y debilitó también el énfasis diplomático comprometido ante el Congreso por la señora Rice. Tales advertencias nominales tampoco contribuyeron a la política de seguridad norteamericana que difícilmente tenga previsto –aunque quizás sí pensado- abrirse un escenario bélico adicional en el Medio Oriente.


De la misma manera, el amigable empujón a Egipto y Arabia Saudita para que asuman el “liderazgo del cambio” luego de haberlo ejercido, en el caso de Egipto, en los esfuerzos de paz tampoco fue afortunado. Estos regímenes no son santos, pero la intensidad expresiva del señor Bush puede alejarlos de una asociación que, con altas y bajas, le ha dado resultados. La retórica admonitoria, cuyo origen está en la famosa conminación “están con nosotros o con los terroristas” aparentemente seguirá siendo un problema de la política exterior norteamericana.


El saldo, del capítulo de política exterior del Estado de la Unión no es extraordinariamente bueno para un presidente que inicia su segundo período con 48% de aprobación. Pero a diferencia del capítulo económico, es favorable para el señor Bush con una ventaja: ofrece posibilidades de cooperación con la primera potencia que deben ser aprovechadas en el marco de una comunidad democrática de naciones que, efectivamente, debe consolidarse.

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