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  • Alejandro Deustua

Distensión Entre Estados y Facilidades Para el Terrorismo

Un exitoso golpe contra la principal organización narcoterrorista latinoamericana ha derivado en una compleja crisis regional y en una solución cuyo mérito consiste en una incierta distensión interestatal mientras cada quien mantiene su posición sobre el problema.

Si el origen del diferendo radicó en una innecesaria colisión de intereses fundamentales (la defensa de la soberanía territorial y la obligación de combatir al terrorismo y de no brindarle resguardo), éste ha derivado en mayor fragmentación regional sobre la definición de sus fundamentos (Colombia y Perú definen a las FARC como terroristas, Ecuador como irregulares, Venezuela como insurgentes mientras los demás salvaron su derecho clasificatorio). Como resultado, América Latina recupera la buena voluntad pero no la confianza, los integrantes del ALBA han logrado un considerable avance estratégico en Suramérica y la región ha perdido el rumbo en materia de seguridad colectiva.

En efecto, si Colombia defendió su derecho a actuar contra un enemigo global que constituye una amenaza real y presente, luego se comprometió a no ejercer ese derecho fuera de sus fronteras ni bajo los términos de persecución en caliente. La posibilidad del aislamiento pesó más. De otro lado, si Ecuador protestó enérgicamente por la acción colombiana, no logró arrancar de ese Estado un compromiso de no presionar militarmente a las FARC sobre la frontera sur.

Mientras ello ocurría en una reunión del Grupo de Río dominada por el despliegue emocional y el apresuramiento, la OEA ya había llegado al acuerdo de reiterar el principio de defensa de la soberanía en términos “clásicos” sin tener en cuenta que su propia redefinición de seguridad colectiva contiene una lista de nuevas amenazas que incluyen al terrorismo entre sus prioridades.

Luego, en Santo Domingo, en medio de la dialéctica entre el insulto y la bonhomía facilitada espectacularmente por la audiencia televisiva, el debate del Grupo de Río llegó a conclusiones que descansan sobre bases frágiles. En efecto, un manejo responsable de esta problemática debió registrar los avances normativos en la lucha global contra el terrorismo desarrollados en la ONU. Pero no lo hizo.

Éstos van desde la definición de la obligación de los Estados a denegar albergue y facilidades a los grupos terroristas (Res. 1373 del Consejo de Seguridad) hasta la interpretación flexible de la norma que faculta la legítima defensa (art. 51 de la Carta de la ONU) para permitir el ataque preventivo en casos de amenaza terrorista inminente (la discusión sobre este punto no ha concluido en una norma establecida).

Sin considerar que esa evolución fue patrocinada por la Secretaría General de la ONU y, en la parte resolutiva, por el Consejo de Seguridad, y que las FARC están en la lista de organizaciones terroristas de la Unión Europea, por ejemplo, los miembros de la OEA obviaron esos antecedentes y en el Grupo de Río no pocos achacaron esa evoluciones doctrinaria al “imperio”.

Considerando que el núcleo del problema de Colombia con los miembros del ALBA está en la calificación estratégica de la amenaza terrorista, los acuerdos hemisférico y latinoamericano alcanzados probablemente distiendan temporalmente la relación interestatal, pero estimulan la actividad narcoterrorista, desatienden la seguridad colectiva y dejan a cada Estado lidiando con el problema. Bajo la apariencia de fraternales intenciones, la región ha agregado a la involución en la protección de la democracia representativa y al retroceso de la vigencia de la economía de mercado, la erosión del consenso sobre la más mortal amenaza global.



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