24 de octubre de 2005
La correlación entre la importancia de las cumbres presidenciales de carácter multilateral y sus resultados concretos es cada vez más intensa. Aunque los beneficios intangibles de las mismas –los puramente diplomáticos o los políticos vinculados a la “socialización” de los estadistas- sean un hecho, su imposible cuantificación y el precario logro de beneficios tangibles no favorecen una opinión pública aprobatoria de estos acontecimientos. La reciente cumbre iberoamericana celebrada en Salamanca no escapa a esa sintomatología.
Y si ésta no podía excluirse del síndorme aludido por razones contextuales ( la proliferación de cumbres regionales y globales cuyas yuxtaposiciones son criticadas por los propios participantes), la cumbre salmantina tampoco pudo escapar a su aparente infertilidad material por razones atribuibles sólo a sus miembros. En efecto, a pesar de haber procedido a su institucionalización (la constitución de una Secretaría General de apoyo con sede en España), la XV cumbre iberoamericana no sólo no ha concretado logros reconocibles sino que, a juzgar por la complejidad y desorden de su Declaración (1) y Comunicados (2) parece haber perdido rumbo y especificidad.
Si desde 1991, cuando se realizó la primera cumbre iberoamericana en Guadalajara, ésta se propuso agrupar a 22 países de lengua española y portuguesa, es claro que su sentido civilizatorio –el de confirmar una identidad ligada a Occidente respetando la diversidad de sus miembros- se hizo más necesario frente a la emergencia de un nuevo sistema sistema internacional. Esta razón de ser debía poder reflejarse en el contexto global mediante alguna forma de influencia a través de la consulta y la concertación de sus miembros. Sin embargo, a pesar de que a lo largo de 15 años esos fines y propósitos han sido reiterados documentalmente organizando una tradición embrionaria, hoy no es fácil determinar cuál es el sentido de identidad colectiva fortalecido en este proceso y mucho menos cómo éste se refleja en el mundo. Si bien es cierto que el “espacio de cooperación” iberoamericano en lo frentes políticos, económico y cultural se ha ido formando, el peso de las circunstancias que parece primar en su agenda resta mérito a su propósitos orginales. De otro lado, el modelo de organización iberoamericano tampco se ha decantado al ritmo que se esperaba en 1991. Si por razones de autonomía nacional de los socios iberoamericanos un “commowealth británico” no es imitable como modelo y si la pretendida centralidad sistémica de la cultura francesa tampoco proporciona una referencia “francófona” a esta asociación, los esfuerzos para organizar la identidad iberoamericana requerían de un esfuerzo más laborioso y dedicado al respecto. Lamentablemente éste no parecen haberse realizado aún con intensidad suficiente ni ha sido expresado de manera políticamente eficaz en las declaraciones finales que constituyen su “acervo”.
Está claro que éste si éste está ligado a la lengua común –y a la cultura correspondiente- la riqueza de la misma, definida como diversa, es su centro de gravedad . Y siendo ésta fundamentalmente Occidental, debiera ser hoy esencialmente liberal. Aunque de manera desagregada, así se ha reconocido en Salamanca: los países iberoamericanos compartimos una heredad que se traduce políticamente en la promoción del multilateralismo global y de la democracia local y, jurídicamente en el respeto del derecho internacional. Sin embargo, las materialización de esa características parecen ser hasta ahora bastante más complicadas de realizar. En cuanto a las primeras, p.e., se ha establecido un conjunto de criterios compartidos para la reforma de la ONU (eficiencia, participación, transparencia, representatividad, igualdad soberana) pero no principios unáninemente compartidos ni mucho menos candidaturas coincidentes (los iberoamericanos no tienen intereses comunes en esta materia). La falta de convergencia contemporánea en este punto medular se refleja hoy también en la referencia a la democracia como simple “factor de cohesión” al margen de su calidad representativa y de su condición de principio medular de la colectividad iberoamericana. Ello, por la fuerza de la inercia, pudiera estar revelando un replanteamiento en la materia. En tanto los principios de una organización no se alteran sin producir el cambio radical de la misma, ésta situación, de ser cierta, sería inadmisible para no pocos miembros entre los que se encuentran Perú y España. Si esta evolución ciertamente no puede explicarse sólo por las evidentes debilidades del modelo de desarrollo económico de las sociedades latinoamericanas (que no favorecen suficientemente la inclusión social), mucho menos puede serlo por las excepciones al régimen establecido: la emergencia de gobiernos que cuestionan abiertamente la democracia representativa para dar paso a una supuestamente participativa. Y si esta contradicción da paso a la abierta solidaridad con una dictadura como la castrista -en cuyo altar se condena las medidas coercitivas económicas unilaterales- la inconsistencia va haciendo sitio a la autodisolución grupal. En el primer caso, la cumbre de Salamanca parece ofrecer campo libre a regímenes como el venezolano que cuestiona la “cláusula democrática” tal como ha sido sucrita por la OEA, la Unión Europrea, la CAN, el Mercosur y el Grupo de Río en lugar de llamar la atención sobre el particular. Y en el segundo, su condena el bloqueo económico norteamericano de Cuba al tiempo que permite la participación ilimitada y acrítica del régimen castrista es un signo de extraordinaria debilidad colectiva. Si la democracia estuviera dejando de ser un principio para devenir en un mecanismo de cohesión, las cumbres iberoamericanas estarían ampliando extraordinariamente la latitud de los parámetros de convergencia en tanto sus miembros no se atreven a abogar por las libertades fundamentales para pueblos ostensiblemente oprimidos como es el cubano. Esta posición no sólo resta credibilidad política a los socios iberoamericanos en tanto éstos vulneran los principios básicos de su propia colectividad sino que confronta a ésta, de manera inmatizada, con Estados Unidos debilitando su condición occidental. Y también erosiona su consistencia jurídica al no reportar una posición seria sobre medidas coercitivas de carácter económico (olvidándose, p.e., de la capacidad de retaliación de ciertas potencias asiáticas y europeas y de otras medidas unilaterales perniciosas como los subsidios que bloquean las exportaciones latinoamericanas).
De allí que en lugar de comunidad iberoamericana, la Declaración de Salamanca pareciera referirse más bien a espacios iberoamericanos sobre los que la cooperación política, económica (incluyendo inversiones) y social (migraciones) pueda fluir mejor. Esperamos que la Secretaría General Iberoamericana agregue consistencia política a la tradición diplomática de este proceso y que articule mejor la identidad biregional de la comunidad emergente. La dimensión occidental de la misma -que forma parte de un acervo que la Declaración de Salamanca no se atreve a afirmar-, no puede ser menospereciado para santificar sólo la diversidad. Si los principios de una organización política –especialmente las que se organizan periódicamente en función de “cumbres”- no están claros ni son firmemente compartidos, los beneficios tangibles que ésta pueda proporcionar serán insuficientes, morosos y su origen será escasamente reconocido.
댓글