2 de marzo de 2022
En el marco de conflictos sistémicos de poder cada vez más peligrosos, la Asamblea General de la ONU, de manera abrumadora, acaba de deplorar la invasión rusa de Ucrania, reiterar su compromiso con la soberanía de ese país y exigir al agresor -Rusia- que retire sus fuerzas. Y sin embargo la invasión prosigue.
La evaluación rusa del conflicto y de los beneficios del uso de la fuerza muestra así su arraigo en las autoridades rusas y también su carencia de alternativas al punto de optar por un peligroso aislamiento de la comunidad internacional. Si tal es la dimensión de sus propósitos -la recuperación de una zona de influencia eslava, de status y de renovación de la “arquitectura de seguridad” europea- éstos se prolongarán en el largo plazo si no son frustrados hoy.
Tal persistencia se muestra en el terreno (el progresivo cerco de ciudades ucranianas -incluyendo a la capital-), en los foros diplomáticos (el veto en el Consejo de Seguridad una resolución condenatoria) y posicionamiento estratégico (la alerta de su fuerza nuclear -el régimen especial de servicio” como respuesta desproporcionada a las sanciones económicas coordinadas entre Estados Unidos, los miembros de la Unión Europea y el G7).
De otro lado, el consenso logrado por Occidente en la aplicación de sanciones económicas muestra una disposición cooperativa sin precedentes en la postguerra. Esas sanciones tendrán efectos de corto plazo (el deterioro de la perfomance rusa) y de largo plazo (la erosión de sus capacidades). A pesar de su dimensión, tales consecuencias parecen menores en relación a la dimensión internacional de la agresión rusa.
Ésta se refleja críticamente en el proceso de destrucción de Ucrania. Pero también en el cambio de percepción europea sobre la realidad de las amenazas convencionales a ese centro civilizacional que se consideraban pretéritas. El nuevo entendimiento se refleja en el hecho de que el escenario de integración y cooperación más exitoso (la Unión Europea) ahora sea consciente de que debe lograr una dimensión geopolítica y de defensa más potente, en el futuro rearme de Alemania (que abandonaría su proclividad antibélica derivada de su rol en la Segunda Guerra mundial) y en el fortalecimiento operativo y de capacidades de la OTAN.
Y en el ámbito transatlántico la invasión rusa ha llevado a la convicción de que una segunda Guerra Fría entre “democracias y autocracias” (así la define el presidente Biden) se haga realidad mientras que en el escenario transpacífico se incrementa la alerta militar por la influencia del conflicto euroasiático en escenarios como el taiwanés.
Esas posiciones incrementarán la propensión al uso de la fuerza que podría proliferar en un marco debilitamiento de los regímenes de comercio y de financiamiento globales. Éstas ya son patentes en el recurso creciente de políticas de coerción económica (necesarias en el caso ruso) y sus proyecciones de largo plazo.
Por lo demás, la invasión rusa ha propiciado la potenciación de Occidente, la eventual reactivación del sistema interamericano (la OEA también ha emitido una Declaración condenatoria de ese hecho ilegal) y hasta el realineamiento peruano con esa causa que tiende a rescatar nuestra política exterior de manos de un gobierno inepto y bolivariano.
Todo ello a propósito de una “operación militar especial” rusa en el Donbás devenida en invasión total que las conversaciones cimeras ruso-norteamericanas, las de la OTAN y la OSCE con Rusia y las del Consejo de Seguridad no pudieron contener.
Ahora es necesario detener a Rusia. Y luego procurar su reinserción constructiva en la comunidad internacional. El requerimiento colectivo que subyace a ese propósito podría, sin embargo, degradarse en el proceso de los fortalecimientos de capacidades militares nacionales que seguirán a este conflicto.
