Con la juramentación del gabinete Ferrero la crisis de gobierno, originada más por una preocupante propensión social al escándalo que por la mediana calidad de la gestión pública, ha sido formalmente superada.
Ahora resta salvar esa coyuntura psicológica que envuelve a gobernantes, medios y gobernados a través de la generación de confianza entre dichos estamentos. La razonable interacción entre ellos debe producir, aunque dentro de condiciones materiales precarias, condiciones básicas de estabilidad como primer objetivo nacional.
Para lograrlo, el gobierno debe mejorar sustantivamente las calidades de la administración y el proceso de toma de decisiones. Lo primero exige, además de capacidad gerencial (cualidad tan desigualmente repartida en el gabinete), probidad de la conducción (distinguir claramente el interés público del privado) y rapidez para solucionar conflictos de intereses contrastantes (por ejemplo, los envueltos en la discusión del impuesto a las transacciones financieras).
Lo segundo reclama el adecuado ejercicio del principio de autoridad, que tiende a ser rebasado por los conflictos intersectoriales, las contiendas en el interior del partido de gobierno y la confrontación muchas veces superflua entre el Ejecutivo y el Legislativo. Y también exige la articulación de consensos, pero basados en intereses compartidos antes que una utópica propuesta de armonización de posiciones ideológicas.
Para ejercer el principio de autoridad el presidente Toledo debe tener presente que, dentro de las calidades democráticas del Estado peruano, éste se define como unitario. En esta perspectiva, los comportamientos disolventes propios de las conductas feudales de muchos administradores, consejeros y representantes no son funcionales a la naturaleza de nuestro Estado aunque correspondan a viejos usos de nuestra práctica política.
Es obvio que para neutralizar esas conductas, el presidente debe saber dialogar y ser eficiente en la labor arbitral orientada a la generación de consensos. Pero, de manera equivalente, debe también saber decidir oportunamente zanjando discusiones impertinentes (por ejemplo, las que caracterizaron los últimos días del gabinete Merino) al tiempo que supera la impostura egocéntrica de ciertas personalidades políticas y titulares (o suplentes) de carteras ministeriales que tienden a ver su sector como una propiedad antes que como un servicio. La intriga -vieja patología de la política- si no puede ser eliminada debe ser minimizada en la administración pública.
En cuanto a las responsabilidades ciudadanas, éstas se reflejan en el rol de los medios y su impacto en la calidad del gobierno. Los medios no pueden resignarse a convertirse en la mesa de partes de tramitadores de información que reparten desde documentación reservada hasta chismes difamatorios en un mercado que crece tanto como la vulnerabilidad del Estado y la infiltración en vida privada de los ciudadanos. Y mucho menos puede desconocer los límites de la divulgación de información inadecuadamente procesada que genera ingobernabilidad con tanta rapidez como hoy se cambia a un Primer Ministro (seis meses, en el caso de Merino). La fiscalización y la crítica no puede ser confundida con la erosión irracional de un gobierno legítimo y tampoco debe estar reñida con el enriquecimiento político y cultural de la opinión pública. Si la cohesión social que requiere el país reclama mayor responsabilidad de los gobernantes, también necesita una prensa más ilustrativa, menos apresurada y más eficiente en la lucha contra la corrupción.
Si gobernantes y gobernados se empeñan en crear entre ellos un ambiente de mayor confianza el país saldrá ganando. En ese contexto podremos discutir mejor los denominados "temas de fondo", como por ejemplo qué significan y cuán nuevas son las prioridades expresadas por el presidente Toledo: más inversión social en un ambiente de ausencia de recursos y más empleo en un contexto de insuficiente crecimiento.
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