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  • Alejandro Deustua

Castillo y el Desprestigio del Estado

9 de febrero de 2022


El prestigio del Estado es una cualidad inmaterial que brinda a éste la posibilidad de enriquecer, de manera intangible, su múltiple y a veces precaria realidad. Su carácter está fuertemente ligado a las categorías de poder. Las potencias mayores lo emplean para imponer su voluntad sin pagar el precio del ejercicio de la coacción. Y las potencias menores, carentes de capacidades para el ejercicio de fuerza suficiente, lo valoran como vital instrumento de influencia externa.


Como activo del Estado algunos incluirían el prestigio en el ámbito del “poder blando” que pone en uso un patrimonio incorpóreo apreciado por terceros. Otros lo clasificarían como un instrumento complementario al empleo del “poder duro”.


Sea como fuere, todos los Estados cultivan el prestigio. En el caso de los Estados pequeños éste deviene, quizás más que en las grandes potencias, en pieza fundamental de su diplomacia (y paga fuertemente, en términos de descrédito, por su mal uso). Por ello, y no sólo por la eventual exuberancia de sus diplomáticos, el Perú ha basado en el prestigio buena parte de su proyección externa eficaz. Una de las tareas del Servicio Diplomático, es resguardar esa cualidad.


Sin embargo, al cabo de un semestre de gestión del presidente Castillo, el prestigio del Estado ha sido dilapidado. Aquél, como aparente Jefe de Estado y representante de la Nación, ha logrado este despropósito mediante la exhibición global de su extraordinaria ignorancia e ineptitud. Y lo ha hecho al final mediante el uso de los medios internacionales de prensa que, bajo circunstancia normales, deberían haber fortalecido su legitimidad externa.


Si bien el jefe de Estado es el responsable constitucional de la política exterior, el fundamento de ese mandato radica, como es obvio, en una mínima capacidad para ejercerlo. Carente el Sr. Castillo de esas capacidades elementales debió haber sido una obligación de los encargados de ejecutar esa política (especialmente la de un canciller diplomático) evaluar bien esos defectos y adoptar, en consecuencia, medidas de precaución para minimizar el impacto negativo que su exhibición sistemática tendría en el prestigio del Estado.


Entre esas medidas pudo considerarse, por ejemplo, que el canciller reemplazara al presidente en buena parte de las representaciones del gobernante en el exterior.


En lugar de ello, el funcionario contribuyó, con especial esmero, a exhibir con frecuencia extrema, las pésimas calidades del personaje en la OEA y la ONU, en presentaciones virtuales del más alto alcance (Davos) y en giras de promoción de inversiones (Washington DC) y reuniones funcionales con sus colegas de Bolivia, Colombia y Brasil. El celo con que se procedió a tan inadecuada presentación presidencial podía ser ejemplo del ánimo de servir del diplomático. Pero, a la luz de los resultados, aquél fue un sistemático ejercicio de imprudencia y desmesura.


Si el canciller diplomático creyó que, paseando por el mundo la artificiosa y folclórica imagen del Sr. Castillo y su peculiar manera de comunicarse (especialmente al leer discursos), ganaría la benigna simpatía de sus interlocutores, cometió un grueso error (hoy no hay agencias de prensa que no esté al tanto de las precariedades del Sr. Castillo mientras, en función de ellas, juzgan también su torpeza política).


Y lo hizo en un área que debiera ser de su “expertise”: el adecuado conocimiento de los interlocutores y escenarios y las reacciones y efectos que se pueden esperar de ellos. Pero el fragor exhibicionista impedía percibir sus riesgos. Hasta que el Sr. Castillo se encontró con un periodista de la CNN que llevó a la entrevista una agenda de preguntas predecibles. Y éste tiró de la última costura del disfraz presidencial con la extraordinaria ayuda del entrevistado.


La penosa incapacidad del Sr. Castillo para responder a esas preguntas elementales produjo un desastre escénico con consecuencias políticas, resumidas en ilegitimidad mayúscula, cuyo camino se fue construyendo desde el discurso de asunción de 28 de julio pasado.


Si la ceguera de los promotores de las entrevistas (que, con anterioridad, Castillo se negaba a brindar), condujo a ese desastre mediático, la soberbia diplomática que, con audacia descalificadora, estimuló las giras presidenciales ha costado el derribo de uno de los escasos soportes del prestigio del Estado.


Si bien es cierto que el prestigio de la institución presidencial venía derrumbándose desde hace varios años, esa realidad debió estimular hoy a los funcionarios a cargo a tomar las precauciones para atenuar el desmoronamiento de ese instrumento de política exterior que ha costado a varias generaciones de diplomáticos desarrollar.


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