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  • Alejandro Deustua

Brasil-Venezuela: Más Alianza Que Integración

El abuso del término “alianza estratégica” en el sector público y privado viene restando significación a su contenido. En el campo de la política exterior, el empleo desmesurado de ese concepto impide la adecuada distinción de una asociación de esa naturaleza de la que no lo es. La distinción se hace más ambigua cuando el uso arbitrario del término se enmarca en la elaboración de una antojadiza jerarquía que cada país en la región desea otorgar a la relación con un vecino. Por ejemplo, el Perú ha suscrito una “alianza estratégica” con Brasil pero sólo ha comprometido una importante interconexión vial geopolíticamente revolucionaria si se le compara con la inexistente articulación previa, una cooperación incipiente en vigilancia satelital de la Amazonía y un acuerdo de complementación económica que es la norma antes que la excepción en la región. ¿Existe, en consecuencia una “alianza estratégica” con el Brasil?.


Puede ser, pero definitivamente no una comparable con la que esta potencia acaba de establecer con Venezuela. En efecto, los términos “estratégicos” de esta relación tienden a alterar sustancialmente el balance de poder en el norte de Suramérica antes que a promover una integración entendida convencionalmente. Ese efecto cualtitativo y el quantum del mismo es completamente diferente al tipo de vinculación establecida entre Perú y Brasil y al impacto que ésta pueda tener en la región. Y lo es porque la relación brasileño-venezolana ha comprometido, además de la innovación infraestructural de la zona comprometida, sustantivas vinculaciones petroleras y militares en el marco de alrededor de 20 acuerdos suscritos en la reciente visita del presidente Lula a su colega Chávez.


En el ámbito de la seguridad la cooperación militar basileño-venezolana afectará a Colombia y en materia de energía la cooperación petrolera sería mejor recibida si no añadiera impulso al esfuerzo venezolano de reducir su exposición al mercado norteamericano para favorecer al chino. En esta afirmación no hay pesimismo alguno sino reconocimiento de una realidad –la alteración del equilibrio en esa parte de Suramérica- y la aplicación excluyente del concepto de integración en la versión contemporánea del “regionalismo abierto” (la alianza estratégica favorece a las partes pero también parece dirigida contra terceros).


En el campo militar Venezuela y Brasil se han comprometido a realizar ejercicios conjuntos en la Amazonía (hecho que no ha sido suficientemente destacado en la relación con el Perú) y a la compra de por los menos 12 aviones Super Tucano acompañada de adquisión venezolana de la tecnología correspondiente (hecho que no ha ocurrido en la vinculación con el Perú a pesar de tener una relación establecida en el área).


Ese compromiso sería inobjetable si Venezuela no lo hubiera enmarcado en la solictud de compra de alrededor de 50 MIGs rusos de última generación y en la necesidad de mitigar su dependencia derivada del aprovisionamiento para los F-16 norteamericanos que ya posee como lo recuerda algún periódico. Como es evidente, esta alteración del equilibrio aéreo no está dirigida a establecer una imposible competencia con la fuerza aérea norteamericana sino quizás a “disuadir” a Colombia (teniendo en cuenta una disputa limítrofe en el Golfo de Venezuela y las diferencias derivadas del desborde de la lucha contra el terrorismo colombiano). Y también a potenciar la relación militar con Cuba cuyo totalitario líder acaba de alertar nuevamente contra una agresión militar estadounidense a la isla y/o a Venezuela. Como se sabe Cuba, que ha abrazado la vocación regional de la “revolución boliviariana”, no sólo ha destacado asesores en Caracas sino miles de “cooperantes” en las tierra del presidente Chávez.


Es más, el incremento del potencial nacional venezolano es aún menos disuasivo si se considera la compra de 100 mil fusiles Kalashnikov (un versión moderna de los que usan las FARC) y de munición, posiblemente a ser producida en Venezuela, compatible con las armas de los terroristas colombianos. ¿Debe esto alarmar? Pues sí, especialmente si el presidente Chávez ha decidido crear unas Unidades Populares de Defensa con originales propósitos de estructurar una red de ciudadanos-informantes (al estilo cubano) que podrían devenir en paramilitares armados como ya lo han solicitado reservistas de la fuerza armada venezolana a propósito de la implementación de la reforma agraria (la comparación con el movimiento “etnocacerista” es aquí inevitable).


Si ello ocurriera –o simplemente la hipótesis de que ocurra- complicaría la seguridad no sólo de Colombia sino la de todos los países andinos con fuerzas irregulares en su territorio o movimientos dispuestos a hacer uso de la fuerza como los que existen en Perú, Ecuador y Bolivia. ¿Qué garantías de seguridad ha exigido Brasil de que ello no sucederá? No lo sabemos. Pero si no lo ha hecho, debe apresurarse a solicitarlas.


Al respecto se dirá que el encuentro inmediatamente posterior entre los presidentes Uribe y Chávez para “dar vuelta a la página” de la crisis generada por la captura de un alto representante del terrorismo colombiano en Caracas contradice estas preocupaciones. Y se responderá que no en tanto lo que se ha resuelto es sólo esa crisis, no los problemas estructurales de seguridad colombo-venezolanos ni los económicos que la crisis ha mostrado: la extraordinaria vulnerabilidad colombiana al bloqueo de la relación económica fronteriza (que ha causado mucho más daños a poblaciones colombianas -como Cúcuta- que a las venzolanas).


De otro lado, en el ámbito energético, la cooperación de las dos principales empresas petroleras suramericanas (PDVSA de Venezuela y Petrobras de Brasil) sólo puede ser bienvenida si ello anuncia el inicio de una disposición a mejor el aprovisionamiento y producción en la región. En efecto, una mejor relación entre la empresas públicas de hidrocarburos suramericanas sería un gran paso hacia la creación regional de seguridad energética. Pero no si la cooperación lleva al intento de consolidar una posición de dominio en el mercado regional.


Por lo demás, será interesante saber si con esa cooperación el presidente Chávez no procura redoblar el juego de la “carta china” escondiendo tras la saludable diversificación de sus mercados la retracción de las exportaciones a Estados Unidos del que es un porveedor principal (es decir, uno que puede cambiar las condiciones del mercado). En este tema se debe considerar que un parcial desabastecimiento de Estados Unidos (Venezuela es el cuarto abastecedor norteamericano) a favor de China afectaría la economía de ese país cuando del buen funcionamiento de esa economía depende no sólo el crecimiento regional sino la buena ejecución del TLC que hoy se negocia mientras se favorece a China (una potencia que abre oportunidades a nuestra región pero que compite desproporcionalmente con ella por recursos vitales -como la inversión extranjera- y mercados externos).


Estas preocupaciones no habrían surgido en un contexto de simple integración entre dos países suramericanos que se debe alentar. Pero ciertamente se estimulan cuando la integración es alterada por la dimensión de una “alianza estratégica” que involucra explícitamente una relación de poder que tiene la capacidad de cambiar el equilibrio regional en una dirección no precisamente adecuada. Si Brasil está obligado a tomar medidas para que ello no ocurra, los demás países de la región deben exigirlas. Especialmente cuando no es Brasil el principal beneficiado sino el crecientemente militarista régimen del presidente Chávez. La actual beligerancia venezolana debe ser contenida, absorbida o mitigada, no estimulada.

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