Aunque, con anterioridad al conflicto del Cáucaso, Hugo Chávez había anunciado su disposición a albergar una mayor, pero indefinida presencia rusa en la América Latina, Rusia acaba de anunciar que en noviembre satisfará las pretensiones del expansionista líder venezolano.
En efecto, durante ese mes el destructor nuclear Pedro el Grande encabezará una flotilla de la marina de guerra rusa que realizaría maniobras con su contraparte venezolana. Estas maniobras ciertamente no pueden ser bienvenidas en la región por varias razones.
La primera de ellas deriva de la constante e irresponsable disposición venezolana a desafiar a un “enemigo” de su propia creación –los Estados Unidos- atrayendo el poder naval ruso a aguas que forman parte del perímetro de seguridad norteamericano. De esta manera “anti-imperial”, Venezuela incorporará al ámbito latinoamericano la creciente fricción entre Rusia y Estados Unidos.
En segundo lugar, esas maniobras son un despropósito porque escalan en la región el conflicto ruso-americano por predominio en sus propias zonas de influencia exacerbando la disposición al control sobre las mismas.
Luego de la expansión occidental hacia Eurasia y del apoyo prestado recientemente por Estados Unidos a Georgia, el coercitivo cuestionamiento del orden por Rusia en Centroamérica, el Caribe y el norte suramericano intenta compensar en algo las pérdidas sufridas en el Cáucaso y los Balcanes.
En la percepción rusa, esa puede ser una forma de recuperar, muy parcialmente, el equilibrio estratégico perdido desde la implosión soviética. Pero el interés venezolano es contrarrestar el poder norteamericano para ampliar su propia zona de influencia en América Latina y el Caribe.
Por ello la expedición rusa es peligrosa, no ayuda a la autonomía regional en tanto radicaliza desde fuera la relación interamericana y obliga a repensar las relaciones bilaterales entre Rusia y algunos países del área (entre ellos, el Perú que mantiene con Rusia una relación ya establecida y jerarquizada a la calidad de “socios”).
Por lo demás, las maniobras proporcionarán a Venezuela renovado impulso para su inadmisible pretensión expansionista expresada en consolidación de su zona de influencia (Cuba, Bolivia, Nicaragua, quizás Honduras y algunos beneficiarios de Petrocaribe ya forman parte de ella) y en su ampliación. Ello sólo impulsará el conflicto en la región.
En tercer lugar, las maniobras ruso-venezolanas son imprudentes porque incrementarán los términos de un debate sobre el supuesto retorno de la Guerra Fría cuyas conclusiones, por devenir de una falsa premisa, elevarán el índice de confrontación en el proceso de transformación del sistema internacional.
En efecto, si la Guerra Fría fue el enfrentamiento sistémico entre dos grandes polos de poder, con alineamientos rígidos, doctrinas de contención, ofensiva y destrucción globales, ciertamente no es ésta la circunstancia actual de tránsito hacia una forma de aún indefinida multipolaridad.
Pero el debate ya está planteado y puede, con cierta facilidad, terminar definiendo las percepciones de las partes en esos términos (por ejemplo, algunos no podrán evitar equiparar las maniobras ruso-venezolanas del próximo noviembre con la crisis de los misiles de octubre de 1962 con las consecuencias del caso).
Si la proyección hegemónica venezolana debe ser contenida, lo que la refuerza también. En consecuencia, es obligación del Perú y de sus socios persuadir a Rusia de que las sensatas relaciones con la región no pueden privilegiar militarmente la asociación con Venezuela que es ofensiva por naturaleza.
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