28 de setiembre de 2005
La sentencia del Tribunal Constitucional que declara la inconstitucionalidad de las ordenanzas de los gobiernos regionales de Cusco y Huánuco que pretendieron legalizar el cultivo de coca resuelve mucho más que una contienda de competencias administrativas. Ese dictamen vinculante restablece el principio de autoridad en materia de seguridad, consolida el Estado de Derecho erosionado y rescata la legalidad del proceso de descentralización arriesgado. En ninguno de estos casos la sentencia es innovadora sino restauradora del orden nacional tan irresponsablemente puesto en cuestión por quienes desean reivindicar un poder local que la soberanía nacional les niega. Al establecer que las políticas que tratan el problema de la coca corresponden a la autoridad central, el Tribunal no ha hecho sino reconocer que los deberes de resguardo del orden interno y la seguridad nacional que la Constitución atribuye al Ejecutivo –es decir, al Jefe de Estado y a las instituciones que dependen de él- no pueden fragmentarse, delegarse ni disputarse. Aunque aún no se dispone del texto correspondiente, es razonable suponer que el Tribunal habrá invocado razones de seguridad nacional para tratar una materia tan directamente ligada al narcotráfico y a la amenza que éste plantea al país. Y al hacerlo ha aplicado la ley y restaurado el orden jurídico que, en este rubro, establece la condición de vida de un Estado que, como el peruano, está aún en formación luego de casi 185 años de fundado. Ello ha confirmado la disposición estatal a diluir las fuerzas de fragmentación desatadas por irracionales actores regionales que, al tratar de realizarlas, han arriesgado un indispensable proceso de descentralización. La sentencia es aún más valiosa en tanto confirma la voluntad estatal de fortalecer la cohesión y viabilidad nacionales liberándose de fuerzas que retroalimentan el poder destructor del narcotráfico. Esas fuerzas, que hoy han alcanzado en Colombia el sangriento status de desafiante bélico y han adquirido en Bolivia una cuestionable representación política que descuaja a ese país hermano, desean apoderarse ya no sólo de sectores productivos nacionales (el campesinado cuyo liderazgo está siendo arrebatado por los cocaleros) sino de gobiernos locales fundamentales para la unidad nacional. Si bien la sentencia del Tribunal les ha retirado el piso jurídico, ciertamente no sucede lo mismo con el ímpetu político que éstas desean demostrar nuevamente querellándose contra el Estado peruano en el fuero supranacional. Desde el punto de vista legal, en consecuencia, el deber de defensa del Estado debe seguir ejerciéndose frente a estos arrestos disolventes. Finalmente, la sentencia del Tribunal ha devuelto al necesario proceso de descentralización una legitimidad que estuvo a apunto de perder de haber tenido éxito los excesos de las autoridades en cuestión . La descentralización no es sólo un acto de justicia que devuelve a al ciudadano que no habita en Lima un poder excesivamente centralizado sino una reforma estructural orientada a producir desarrollo y bienestar a una ciudadanía geográficamente postergada. Como es evidente, esa reforma no puede producirse a costa de la unidad del Estado y por ende, de la soberanía interna. Si éstas capacidades fundamentales fueron disputadas por los representantes de Cusco y Huánuco, ahora han sido cívicamente saneadas. De ello se beneficiarán la totalidad de las regiones cuyas autoridades podrán dedicarse a generar bienestar con seguridad antes que a erosionar el marco nacional en se inscriben sus respectivas jurisdicciones y competencias. Mientras tanto, la autoridad central debe sanear los vacíos legales puestos en evidencia. Pero la sentencia ha ido más allá de estos mandatos vinculantes exhortando al Ejecutivo a revisar la política general antinarcóticos, al Legislativo a considerar la posibilidad de considerar la hoja de coca como patrimonio nacional y al INC a evaluar la convenciencia de que su uso legal y tradicional sea considerado como patrimonio cultural. Aunque estas recomendaciones merecen atención, en realidad no corresponden al fuero jurídico del Tribunal. Así, si es claro que el Tribunal debe considerar el contexto político y social en el que se pronuncia, su disposición a corregir políticas sectoriales no parece consistente. En efecto, ello no sólo no corresponde a su fuero en tanto que la sentencia no recurre a la iniciativa legislativa sino que no entiende que si la política de lucha contra el narcotráfico no funciona no se debe tanto a su concepción sino a la falta de un adecuado balance entre las variables de interdicción, erradicación, sustitución de cultivos, desarrollo alternativo y prevención y a la insuficiencia de sustento financiero. Un amenaza a la seguridad nacional como la que presenta el narcotráfcio debe confrontarse con políticas sociales, económicas y de desarrollo (la sustitución y el desarrollo alternativo) indispensablemente acompañadas de mecanismos coactivos pertinentes (la interdicción y la erradicación). Por ello llama la atención que el Tribunal sólo se haya referido a algunas de ellas. Y también que recomendara incorporaciones al patrimonio nacional y cultural de actividades que, siendo legales y tradicionales, no sólo ya están reconocidas por la ley (el equivalente a10% de la producción) sino que no pueden corresponder al 90% restante de la materia prima en tanto esa está ligada a la producción ilícita. Si nuestro patrimonio nacional y cultural debe ser mejor reivindicado, debe serlo sin mostrar debilidades frente a una amenaza que, como el narcotráfico, se esconde detrás de la cultura y la tradición para agredir a un Estado débil. Teniendo en cuenta estas salvedades, que denotan la insuficiencia de nuestro sistema legal, la sentencia del Tribunal Constitucional debe ser saludada por la ciudadanía.
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