El momento de transición que vive el sistema internacional se produjo el año pasado, según el SIPRI, con un estancamiento en el gasto militar de sus Estados (US$ 1738 billones) (1) y un descenso en el quantum de conflictos armados en relación al 2010.
Esta circunstancia sólo es propicia al optimismo si se considera que la crisis económica es una feliz circunstancia porque ha erosionado el incremento del gasto en las potencias “desarrolladas”.
Tal planteamiento no sólo es absurdo sino imprudente para la evaluación estratégica porque deja de lado la realidad del continuo incremento del gasto en adquisición de capacidades en una de las regiones donde predominan las potencias “en desarrollo” como lo es Asia (una realidad estadística reconocida por el SIPRI). Y también porque cancela irresponsablemente la voluntad de recuperación de las potencias “desarrolladas” que, como Estados Unidos, no desean perder su predominio o superioridad militar (una reconocida realidad estratégica) por el simple devenir de las circunstancias.
A estas evidencias cuantitativas y políticas que la estadística del SIPRI no debiera desatender deben sumarse las demandas reales de gasto de casi todas las potencias involucradas en el cambio del sistema (especialmente las de aquellas que consideran que la emergencia de un fututo orden multipolar debe ser resultado de sus políticas y no sólo de la inercia del cambio).
De otro lado, si tales potencias consideran que la aceleración del cambio sistémico se producirá sin mayor conflicto sólo porque la conflictividad armada se ha reducido en el período 2008-2010 en relación al incremento observado en el período 2002-2008, esa evaluación también debería revisarse. En efecto, parece un exceso de entusiasmo atribuir a las limitaciones económicas de corto plazo el éxito en la reducción inmediata del conflicto armado cuando el largo plazo y la historia muestran otra tendencia. Si esta última enseña que el conflicto armado es impulsado por las consecuencias nacionalistas de una mala gestión de las crisis, la tendencia actual es marcada por la reconfiguración del rol militar de casi todas las potencias con vocación de status no para perderlo sino para emerger mejor posicionadas.
Así, si en el caso norteamericano, el proceso de redefinición y reconfiguración de fuerzas empezó antes de la crisis del 2008 bajo el apremio del “retiro responsable” de los escenarios de guerra (Irak, Afganistán), en los casos de un buen número de potencias emergentes la decisión de potenciar sus capacidades en el proceso de transición sistémica fue decidido también mucho antes de la crisis económica. Ni China, ni India, ni Brasil son ajenos a esos esfuerzos que la crisis obliga hoy a readecuar pero no a cancelar.
Por lo demás, ciertos escenarios como el asiático (cuyas economías han desacelerado su ritmo de crecimiento a tasas bien lejanas del estancamiento) siguen demandando armamento en proporciones equivalentes a lo que sus actores perciben como razonable para su jerarquía futura: 44% de las importaciones totales de armas han ido a parar a ese continente en el período 2007-2011 cuadriplicando el ritmo de adquisiciones de América (categoría que, con 11% del total, incluye a Estados Unidos además de a los latinoamericanos) y de África (cuyo 9% de las compras totales equivale al altísimo crecimiento de 8.6% en el gasto , tasa que supera largamente al del resto de regiones).
En ese contexto los países de América del Sur, excluyendo a Brasil, Chile, Colombia y Venezuela que tienen visiones estratégicas de largo plazo en proceso de realización, forman parte de los países cuyo gasto ha sido simplemente atrapado por la crisis. Esta situación inercial tiene una implicancia estratégica superior en tanto que la reducción del año pasado (– -3.9%) es la mayor de todas en la comparación regional.
Aun considerando el hecho de que Suramérica es la región más pacífica (en el sentido de ausencia de conflicto militar entre Estados), esa disminución es superlativa a la luz de las necesidades básicas de seguridad y defensa no cubiertas por un buen número de Estados. Éstas van desde la ausencia de consolidación territorial debido al dinamismo de actores no estatales que disputan el territorio al Estado y que, de facto o deliberadamente, buscan un cambio de orden, hasta los requerimientos no satisfechos de un elemental resguardo fronterizo que sirve a la estabilidad general de la región.
Estos pasivos estratégicos demeritan el potencial de la región en el escenario del Pacífico que, por inercia sistémica y designio estratégico, constituye el escenario principal de interacción de poder de este siglo. El Perú debiera preocuparse al respecto.
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