Las recientes elecciones parlamentarias venezolanas han contribuido a renovar la apariencia democrática de ese país y a restaurar, estadísticamente, el escenario representativo del 2005 antes de que la oposición decidiera no participar en los comicios parlamentarios.
Detrás de esa fachada destaca la evidencia de un gobierno crecientemente autoritario que, con apoyo popular, tutela las principales instituciones del Estado y desarrolla sofisticados mecanismos de control ciudadano. A los sistemas de inteligencia y los consejos comunales (que se revisten de participación popular para permitir que el “pueblo organizado ejerza directamente la gestión de las políticas públicas”) se ha sumado la ley orgánica de procesos electorales.
Ésta, aprobada en diciembre del año pasado luego de que otra ley autorizara la reelección indefinida, alteró la ponderación del voto mediante una sofisticada mezcla de sistemas uninominales y proporcionales. En efecto, esa ley alteró la conformación de las circunscripciones electorales que hoy permite que la oposición obtenga una menor representación con un mayor número de votos.
El asunto está a la vista: la oposición obtuvo 5´780,674 votos y el oficialismo 5´149,873 votos. Este triunfo cuantitativo se reflejó, sin embargo, en la elección de apenas 65 miembros de la Asamblea Nacional que está compuesta por 165 parlamentarios.
Al respecto el oficialismo venezolano sostiene que su sistema permite una mejor representación de las áreas menos pobladas y que, en todo caso, el promotor democrático por excelencia –Estados Unidos- se organiza también bajo este tipo de sistemas ponderados (el ganador se lleva todos los votos del Estado cuyo representante se incorpora al Congreso sin importar la proporcionalidad). Lo que no dice la autoridad venezolana es que su nueva ley electoral escapa a los términos constitucionales establecidos bajo el gobierno del señor Chávez y que aquélla fue diseñada teniendo en mente su perpetuación en el poder y el retorno de la oposición a la Asamblea Nacional de la que torpemente se retiró hace un quinquenio.
Como consecuencia, oficialismo y oposición cantan victoria. El primero se dice legitimado, una vez más, para continuar con la construcción del socialismo. Y la oposición, que no puede cuestionar como debiera el sistema bajo el cual participa, sostiene que el autoritarismo será contenido en tanto el gobierno no podrá pasar leyes orgánicas o que impliquen delegación de poderes que requieren por lo menos dos tercios de los votos congresales.
Si, al decir de Churchill, la democracia es la peor forma de gobierno de no ser por todas las demás, el caso venezolano la ha llevado a un punto de aún menor calidad. ¿Es esto producto del principio de libre determinación? No si no obedece a la libre expresión ciudadana. Sin embargo, ésta es la situación de facto que se reconoce a Venezuela. Así Latinobarómetro registra a ese país como una de las democracias latinoamericanas con mayor legitimidad, la OEA (según su Secretario General), considera que la forma de gobierno en ese país concierne sólo a sus ciudadanos y los aproximadamente 150 observadores internacionales que concurrieron a los comicios así lo avalan.
Ello ocurre en el marco del franco retroceso de los principios de la Carta Democrática (que no considera como violación del principio de no intervención la alerta de los suscriptores sobre la situación de la democracia en uno de ellos) y de la democracia representativa, que es el quid pro quo de la Carta y del sistema interamericano en la materia. Más aún, tales retrocesos equivalen al avance de la denominada “democracia participativa” que hoy se vive en Venezuela como una forma de democracia delegada (término con que O’Donnell intenta explicar la fundamentación electoral del autoritarismo sea éste populista o no) y que Venezuela desea legitimar hemsiféricamente. Es en este escenario de regresión interamericana en que la heterogeneidad política reconvertida en principio (el respeto del pluralismo político) se instala erosionando los últimos vestigios de la comunidad liberal que, en función de valores compartidos, empezó a construirse en el área durante la última década del siglo pasado.
Y como ese contexto se organiza también a través del cuestionamiento de los mecanismos convencionales de la integración económica (que, según algunos, debe hacer sitio al primario sustento de la integración física sin percatarse de que ésta, y sus complementos, tienden inercialmente a desplazar a la integración superior), un nuevo pragmatismo se instala progresivamente en la región.
Si se tiene en cuenta los condicionamientos de la realidad hemisférica y suramericana, ello es malo “sólo” si se considera el valor de los principios que fueron comunes, pero no si se jerarquiza el valor de la convivencia. Para probarlo allí está la recomposición de la relación entre Colombia y Venezuela o la que mantiene Chile con Bolivia o la que ajusta periódicamente el Brasil con su decena de vecinos. El Perú, con salvedades notorias en términos de integración real, adscribe también a ese escenario.
Y como de pragmatismo se trata, todo depende de cómo se vaya organizando el nuevo tejido interestatal en el área. Si es cierto que de él no está ausente el crecimiento del comercio intra-regional (aunque notoriamente insuficiente), ni la integración fronteriza entre ciertos Estados (entre los que destaca la del Perú con sus vecinos) tampoco escapa a esa interacción las realidades del poder.
En tanto los intereses de estos Estados divergentes no son en este caso coincidentes, algún grado de fricción podrá esperarse de este tipo de vinculación. Y ésta no es otra que la del realismo que se vuelve a instalar en el área. Éste comandará la relación de Venezuela con los países de la región que no pertenezcan al ALBA con un potencial de derrame sobre la relación entre los demás que no hayan construido un vínculo superior.
De otro lado, considerando que el proyecto bolivariano del gobierno del señor Chávez tiene un fuerte componente trasnacional, las elecciones en su país se reflejarán en la persistencia en ese curso de acción “popular” en un escenario democráticamente devaluado y crecientemente complejo. La impermeabilidad democrática no sólo no existe en el área sino que los mecanismos de protección de los que creen tenerla se han debilitado.
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