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  • Alejandro Deustua

2011: Fragmentación y Cambio de Sistema

“Fragmentación” es quizás el sustantivo más empleado por los comentaristas mediáticos para definir la situación económica y política de la coyuntura global. Sin embargo el mero empleo de ese término no describe suficientemente las consecuencias implícitas en su diagnóstico. Aquí se proponen tres sustantivos adicionales (es decir, variables) que contribuyen a organizar, gruesamente, las conclusiones del caso: sistema (que está cambiando), Estado (cuya influencia seguirá creciendo) y globalización (cuya pretensión de “campo nivelado” está siendo reemplazada por un más accidentado y complejo escenario).


Estas variables no se limitan a registrar eventualidades aunque éstas se presenten desagregadas en términos de fragmentación global, regional o nacional. Y menos cuando la referencia mediática a la fragmentación global parece restringida a describir el incremento de la brecha de crecimiento entre países desarrollados y en desarrollo y la alteración de su valencia (la mayor contribución al crecimiento seguirá llegando en el 2011 de las economías emergentes). Esta afirmación no aclara suficientemente que esa contribución al crecimiento no equivale a una participación similar en el mercado (que en los países en desarrollo sigue siendo menor) al tiempo que olvida la nueva relación “norte-sur” que está surgiendo entre Asia y América Latina.


La misma deficiencia se observa en la referencia periodística a la fragmentación regional que se asocia generalmente a la que caracteriza hoy a la Unión Europea. El fenómeno observado en ella es el de la brecha entre las economías centrales y periféricas de la eurozona a propósito del impacto de la crisis en los altos déficits fiscales y deuda externa en estos países. Este señalamiento eurocéntrico aparece desligado de ciertas divisiones estratégicas mostradas anteriormente -aunque en otro plano- como la disyuntiva entre la “nueva” y “vieja” Europa a propósito de la guerra de Irak y la mayor filiación pronorteamericana de los países de Europa del Este. Pero además margina del escenario de fragmentación regional al continente que mejor lo expresa: el Asia en su dimensión de geopolítica conflictiva.


Finalmente la referencia mediática a la fragmentación nacional tiende a identificarse principalmente con la polarización ideológica que padece la primera potencia. De ello dice mucho la aparición en la prensa norteamericana de artículos sobre la guerra de secesión del siglo XIX. Siendo esta fragmentación real, se aprecia que esa prensa se ocupa mucho más de los problemas que presenta la polarización política a la mejor salida de la crisis y mucho menos de su impacto en la realización de otros intereses nacionales vitales norteamericano. Y por cierto que olvida los serios síntomas de fragmentación nacional en otros países.


En realidad, las tendencias a la fragmentación global, regional y local se han incrementado con la crisis adquiriendo una dimensión sistémica superando, por tanto, a la coyuntura. Así, aún si se considera sólo los segmentos eventuales en que se organiza la fragmentación global debe tomarse nota de la creciente consolidación de un grupo de Estados corporativos que juegan a la economía de mercado (el caso de China y Rusia entre los mayores) y un grupo de Estados y entidades de integración devueltos a un liberalismo con mayor rol del Estado (Estados Unidos y la Unión Europea además de un conjunto de Estados chicos). La divergencia entre ellos tiene un carácter estratégico e incremental. Así mismo, si se consideran sólo las eventualidades, es importante tomar nota de que la fragmentación regional entre Estados que registran diversas perfomances grupales implica a casi todos los continentes. Así, si la Cepal descubre que el crecimiento global ocurre en “dos velocidades”, hace tiempo que registra el crecimiento regional se expresa también en “dos velocidades” identificadas con las diferentes perfomances suramericana, de un lado, y centroamericana y caribeña, del otro.


Finalmente, las fragmentaciones nacionales constituyen un fenómeno que tiene también alcance universal si se consideran sólo las circunstancias. China es una muestra dramática de ello si compara el desarrollo de las provincias marítimas con el de las continentales. Y Australia, que se encuentra en los países desarrollados de Oceanía, registra también serios problemas de fragmentación con la postergación del “Outback”. Y en América Latina y el Caribe casi no es necesario mencionar la realidad de la fenomenología fragmentadora que corre de norte a sur si se considera la extraordinaria violencia que el narcoterrorismo impone a México, el “estado fallido” que es Haití o los serios problemas de fragmentación que presenta los procesos de descentralización en países como Bolivia.


Pero más allá del alcance global de la fragmentación eventual, ésta tiene una dimensión estrictamente sistémica. Ésta ha sido acelerada por la extraordinaria dimensión de la crisis económica y por el impulso que ésta ha otorgado a la velocidad de la distribución de poder entre los Estados que componen el sistema internacional.


Ese proceso redistributivo de capacidades está ciertamente vinculado a la mayor generación de riqueza creada en las últimas dos décadas pero está también correlacionado con la devaluación de la hegemonía norteamericana cuya dimensión sistémica es anterior a la crisis de 2007-2009. Pero, como devaluación no es sinónimo de caducidad es necesario recordar que Estados Unidos sigue siendo la única superpotencia cuyo status, sin embargo, se ha desvinculado de su capacidad de establecer un orden global o regional. Esta pérdida de capacidad ordenadora añadió un capítulo de declive a partir del 2003 cuando la invasión de Irak se entrampó en la sucesión de objetivos buscados en esa guerra mientras que el capítulo original de esa decadencia relativa se identifica con la década de los 70 del siglo XX (la incapacidad de establecer un orden en Viet Nam y la insustentabilidad del sistema Breton Woods).


La larga duración del declive norteamericano muestra también la inmensa superioridad del poder acumulado por esa potencia desde fines del siglo XIX y, especialmente, luego de la Segunda Guerra. Por tanto, asumir su desbancamiento en el corto plazo como potencia predominante o descontar su resurgimiento (liderando, por ejemplo por una nueva revolución tecnológica) es irreal. Y actuar como así fuera es, en consecuencia, tan estúpido como imprudente.


Lo que no es irreal es la incertidumbre que genera el cambio de orden del que somos testigos sin que cuaje uno nuevo en su reemplazo. Y la incertidumbre es aún mayor cuando el desorden emergente –que costará dinero y sangre- lo sufrirán más los Estados menos estables, los que quedarán atrapados entre los conflictos que puede generar ese cambio y los que no hacen mucho para adquirir, bajo las actuales circunstancias, las capacidades que los coloque en un nuevo status.


Por ello parece absurdo asociar la erosión de la hegemonía norteamericana con la celebración por su falta de éxito pleno en los escenarios de Irak y Afganistán (que seguirán siendo grandes generadores de desorden global). Al respecto, bien harían los enemigos de Estados Unido en actuar con responsabilidad teniendo en cuenta que los excesos festivos en un escenario estratégico inestable llevan consigo el germen de la guerra.


Si en lugar de celebrar con antinorteamericanismo la actual situación sistémica, estas potencias se dedicaran a incrementar responsablemente sus capacidades teniendo en cuenta que los intentos hegemónicos norteamericanos generaron las oportunidades para que esa acumulación diversificada ocurra (un proceso emprendido en 1991 cuando muchas de esas potencias fueron liberadas de los alineamientos de la Guerra Fría), las probabilidades del conflicto asociado a la inevitable fricción en el cambio del sistema disminuirían en no poca dimensión.


El comentario concierne especialmente a los Estados asiáticos (y no sólo a China) que no se vieron seriamente involucrados en el pantano de las “nuevas amenazas” que la primera potencia debió combatir especialmente a partir del 2001 (la respuesta al ataque del terrorismo islámico contra las Torres Gemelas). En el escenario latinoamericano ello favoreció a Estados como Brasil, Venezuela o Chile que no tuvieron que empeñar buena parte de sus esfuerzos en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo con anterioridad a la década de los 90. De otro lado, a la generalidad del fenómeno fragmentador y a la erosión de la hegemonía norteamericana como fenómenos sistémicos se agrega el incremento del status de potencias intermedias de proyección extra-regional: el caso de China, India, Brasil (y, de distinta manera, de Rusia) cuya oportunista denominación -los BRIC- sólo otorgó identidad a una jerarquía de poder emergente que está innovando la estructura del sistema internacional. En efecto, algunos miembros de esta nueva instancia en la jerarquía del sistema internacional ya pueden competir con el status de potencias establecidas como el Reino Unido, Francia o Alemania apurando un sistema multipolar cuya estructura debe aún consolidarse.


En el 2011 el Perú atestiguará la continuidad de ese proceso en un marco de desequilibros que debemos atender con alerta constante y cuya dimensión diplomática debe ser acompañada con la decisión de mejorar nuestro status (es decir, el mejoramiento de nuestras capacidades militares, de competitividad, de conocimientos, de acumulación de capital). En efecto, el simple resguardo frente a la inestabilidad mientras el nuevo sistema no cuaje es insuficiente (para ello hemos tenido dos décadas desde que Kissinger advirtió de estos cambios). Y puede ser irresponsable si no adquirimos capacidades elementales que aseguren al Perú, como a otros Estados pequeños, el poder elemental y eficaz para generar estabilidad.


Esta responsabilidad corresponde mucho más al Estado que a la sociedad o al mercado. Al respecto debe tenerse en cuenta que la construcción de un sistema internacional no es obra de ciudadanos ni de empresarios. Si bien éstos son actores fundamentales en las entidades liberales, el Estado debe patrocinar su mejor inserción en el sistema en formación disminuyendo los costos de la vulnerabilidad (p.e. los de la excesiva restricción productiva a la actividad primario exportadora, la extraordinaria dependencia tecnológica o el desafío constante del narcoterrorismo), de la volatilidad (p.e. la de la precios de las materias primas) y de la sensibilidad a shocks externos (p.e. el influjo súbito de capitales en desmedro de la inversión extranjera directa ).


Si hay dudas al respecto, se debe tener en cuenta que el incremento de las capacidades de las potencias mayores y las emergentes implican las de sus respectivos Estados. Ello es evidente en este escenario de crisis económica donde la intervención del Estado ha desempeñado un rol tan vital como consensual en el rescate de los mercados. Y lo seguirá desempeñando en el 2011 para graduar el desescalamiento de los programas de estímulo en unos casos o en su incremento indirecto en otros.


Si el Estado actúa en estos casos no lo hace como mero administrador de una determinada política sino como defensor del interés nacional (en el caso de la crisis, como garante de la sobrevivencia y solvencia económica del país). Ello no implica el abandono de la solidaridad internacional cuando la coordinación es posible (como fue el caso del G20 que coordinó los programas de estímulo) ni cuando ésta es menos factible (cuando, a falta de coordinación operativa, es necesario tener en cuenta el interés del socio para no fomentar su reacción negativa).


Esto es lo que vemos hoy día en el unilateralismo norteamericano (la continuidad del relajamiento monetario que va a contramano de los gravísimos problemas que generan el déficit fiscal y la deuda norteamericana), el europeo (cuyos programas de austeridad generan tendencias recesivas) y el chino (que no flota su moneda para facilitar sus exportaciones a costa de los demás). Es probable que el próximo año veamos más de lo mismo incluyendo la continuidad –si no el escalamiento- de las denominadas “guerras monetarias”.


Si ello se agrava, la incertidumbre derivará en mayor inestabilidad. Ese escalamiento ya tiene dos baluartes contextuales contemporáneos: el incremento del nacionalismo como resultado de una versión exacerbada del interés nacional (que se considera en riesgo) y la consolidación progresiva de los estados corporativos (donde, frente a la disfunción ideológica, el partido totalitario o el gobernante autoritario comanda un capitalismo de Estado). Si históricamente éstos tienden a confrontar a los Estados los liberales (hoy moderados), en un contexto de reacomodo sistémico en el que multilateralismo no encuentra foros (el G20 ha perdido influencia y la desconfianza sobre el relanzamiento de la Ronda Doha dice mucho de su improbable éxito durante el próximo año), la divergencia y la fricción incrementa el riesgo de conflicto.


En ese tipo de contextos, hasta los Estados con mayor comunidad de intereses expresan abiertamente las diferencias de su status (este es el caso de la Eurozona). En ese escenario será el Estado el que intente mantener esa convergencia si sus divergencias se vuelven más evidentes. Su rol debe ser, por tanto, más fuerte, que en los escenarios de estabilidad.


Esta posición debe ser atendida incluso en la creación de nuevos escenarios de integración. Especialmente en los que la asimetría de los Estados que intervienen plantea términos de convergencia disímiles (el caso del acuerdo Transpacífico). Y también en los casos donde la convergencia es más viable por menor asimetría (el caso del Arco del Pacífico) donde el Estado debe considerar que las reglas de juego no pueden ser las de los momentos de normalidad. En estos casos el esmero en el trato diferenciado, las garantías antimonopólicas, las prevenciones frente al abuso de posición dominante y las cláusulas de salvaguardia temporales debe ser claro. A este capítulo deberemos prestar el mayor interés en el 2011.


Finalmente es necesario evaluar el impacto de la crisis en la globalización. Con mayor claridad que en el 2010, en el 2011 confirmaremos que la globalización no es definible como el escenario parejo en el que todos se comportan similarmente porque hipotéticamente están regidos por las mismas reglas.


Si en un escenario de fragmentación en momentos de crisis no resuelta y de evolución sistémica el comportamiento colectivo de los Estados pierde cohesión (incluso cuando se persiguen los mismos objetivos), los esfuerzos reguladores que se emprendan en el 2011 expresarán esas brechas. Si estos esfuerzos revertirán la tendencia desreguladora (como viene ocurriendo en el campo financiero, uno de los puntales de la globalización) las normas globales que se generen tendrán otra filosofía y, por tanto, entenderán de manera distinta una globalización que en los hechos ha sido remecida (pero ciertamente no desaparecida).


Para que lo que se comprometa normativamente en el 2011 sea un juego de suma positiva será necesario tener presente que el “terreno de juego” no es parejo ni los actores semejantes y que ello, sin embargo, no resta posibilidades de cooperación cuando ésta se pretende. En tanto lo que se ha deteriorado es el escenario pero no necesariamente los canales de comunicación para las transacciones y transmisión de beneficios o problemas, la actitud frente a la globalización debe destacar como escenario referencial el de la interdependencia compleja antes que el del mero transnacionalismo tan cuestionado por la crisis. Si así lo entenderán las potencias mayores y también las intermedias emergentes, bien harían los países chicos intentar hacer lo mismo antes de perderse en el escenario equivocado (es decir, en la ilusión) y de repetir su rol de simples receptores de normas y reglas.



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