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  • Alejandro Deustua

La Visita de Benedicto XVI a Cuba

Cuando en 1998 Juan Pablo II se despidió de La Habana haciendo el llamado universal a que “Cuba se abra al mundo y el mundo se abra a Cuba” probablemente sabía que ese objetivo realizable adquiriría la forma de un cliché. Catorce años después, cuando la apertura cubana apenas se esboza en el ámbito económico, el cliché se ha consolidado y, por tanto, ha perdido utilidad. Benedicto XVI lo sabe y, en consecuencia, ha concentrado el objetivo de su visita al baluarte totalitario de América en el logro allí de una apertura religiosa.


En efecto, el reciente peregrinaje del Papa por Cuba, que ha subordinado a su importante paso por México, fue enmarcado por en objetivos esencialmente religiosos que, no obstante provienen de una definición política compleja.


Esta última deriva, a su vez, de en una evaluación de lo que la Iglesia puede y no puede hacer. Tal cálculo estratégico –que pertenece al ámbito de la prudencia- concluye que la Iglesia, siendo un poder moral y no político que se realiza en el primer dominio y no en el segundo, debe preocuparse principalmente por ampliar el rol de la religión en la sociedad (en este caso, en la cubana aunque la referencia es también para México y su violenta realidad).


Establecido ese objetivo, el medio para lograrlo ha sido definido como el de la colaboración y el diálogo constructivo (con las autoridades de Cuba se entiende). Esta aproximación no confrontacional a un Estado totalitario, que es ostensiblemente diferente con la adoptada por la Iglesia polaca en las etapas finales de la caída del régimen comunista en ese país antes del colapso soviético, se asienta, sin embargo en una toma de posición: la inutilidad del marxismo y la relación entre libertad religiosa y el resto de libertades fundamentales.


Tal posicionamiento, anunciado antes del arribo del Papa a Cuba, fue mencionado pero no fue suficientemente enfatizado en su reiterada proclamación salvo en la alusión a la prioridad de la búsqueda de la verdad. Como ésta requiere de la educación de las conciencias, como corresponde a la catequesis, tal preocupación operativa será la prioridad de la Iglesia en su relación con el totalitarismo castrista.


Esta tarea fue explicada por el Papa en una entrevista con la prensa en México (1) como necesaria para un escenario mayor referido a problemas esenciales en América Latina. Esa tarea implica la superación de la diferencia entre la moral pública y privada (que es asunto tan antiguo como la política), a la denuncia de la idolatría del dinero (causa de la crisis económica y de la violencia mexicana vinculada a la droga), a la recusación de experiencias pseudometafísicas (referido al abuso de las drogas) y a la aproximación a la realidad divina a través de un “cristianismo esencializado” (el que responde también a la razón y a los problemas cotidianos) en procura de una sociedad más justa.


Esta propuesta política, que sin embargo dijo poco sobre los problemas concretos de la apertura de Cuba en su nueva versión totalitaria (y sobre el gravísimo problema de la narcoviolencia en México) partió de la premisa de la separación de los roles del Estado y de la Iglesia.


En el camino, que se supone es el de la continuidad del trazado por Juan Pablo II, el Papa pareció minimizar la realidad de que el Vaticano es un Estado teocrático que no distingue bien entre esos roles, que tiene simultáneas responsabilidades frente a la comunidad internacional y su ciudadanía y no sólo propósitos religiosos minimalistas atribuidos a una nueva relación entre Estado, Iglesia y sociedad.


La postergación del patrocinio vaticano de la esencial apertura de Cuba y la instrumentación, al respecto, de su antigua diplomacia, legitima al statu quo caribeño y obstaculiza la previsión de un ordenado tránsito hacia un escenario postcastrista.


La denominada colaboración constructiva patrocinada por el Vaticano renueva en la isla un modus operandi propio de la Guerra Fría al tiempo que reconoce la vigencia del poder absoluto desarraigado de toda obligación interamericana. Contradictoriamente, esta actitud corresponde más a la de los Estados vernaculares preocupados por la soberanía, la estabilidad y el balance de poder. En su implementación la ciudadanía cubana prisionera (es decir, la que se siente como tal) en una isla rodeada menos de un imperio agresor que de una muralla oceánica represiva tendrá que esperar hasta que ella misma encuentre cómo abrirse paso. Frente a este escenario, corresponde entonces a los Estados latinoamericanos tratar la materia con el propósito de lograr que el objetivo de Juan Pablo II deje de ser un cliché. La oportunidad la tendrán estos estados en la próxima cumbre de las Américas. Allí se deberá debatir razonablemente sobre la apertura de Cuba -y no sobre cómo se mantiene el régimen castrista- para procurar un tránsito ordenado hacia un mundo de libertad en el Caribe bien lejano de la sangrienta experiencia de la “primavera árabe”.


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