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  • Alejandro Deustua

La Sra. Rousseff No Viaja

La Presidenta Dilma Rousseff sólo tenía una opción: suspender su visita de Estado a Washington DC. Luego de la intervención de sus comunicaciones personales, las de otras altas autoridades brasileñas y hasta de Petrobras por el NSA norteamericano no habían demasiadas alternativas.


Y cuando el Presidente Obama explicó la situación por teléfono (la Presidenta había exigido explicaciones por escrito) sin ofrecer disculpas, la suspensión sine die pasó a ser una opción cercana a la cancelación del encuentro.


Esta decisión casi inercial bajo las circunstancias no es asunto meramente diplomático. Es costosa, tiene dimensión estratégica (cambiará, eventualmente el tono y quizás algunos contenidos de la relación entre la primera potencia con la mayor potencia regional) y ciertamente involucra la defensa de un interés primario brasileño: la defensa elemental de su soberanía en un ámbito en que la tecnología la ha debilitado inmensamente. Sin embargo, el cambio podría no ser dramático porque la hipótesis de trabajo en la materia –el espionaje electrónico como resultado de la evolución de la tecnología de la información- es la del cuasimonopolio norteamericano de los sistemas correspondientes. Ello implica para Estados Unidos una posición de predominio, control y hasta de manipulación del mercado y de las comunicaciones interestatales en desmedro de quienes no tienen medios para atenuar adecuadamente esa hegemonía. Como en ningún otro medio convencional, la aplicación de las ciencias exactas a los servicios de comunicación ha adquirido una autonomía disfuncional con los demás ámbito políticos otorgando al principal innovador un rol tan dominante como paradójicamente antiguo.


En esta perspectiva, el “efecto Snowden” (que ha singularizado materialmente lo que de manera general se conocía), obligará al Brasil y a todos los que se sientan afectados a tomar acción como debió hacerse hace tiempo: intentar regular multilateralmente el internet y los servicios derivados en el campo de la protección de la privacidad y de la reserva y adoptar medidas de defensa soberana (es decir, en lo que queda de ella en este campo) mediante la organización de infraestructura y servicios “propios” sea a nivel estatal o de agrupaciones interestatales afines.


Ello tiene implicancias serias para el estándar de libertad de las comunicaciones existentes, para el ambiente global que lo alberga y para el nivel de confianza en el trato con la primera potencia y entre los estados que usan estos medios. El primero será la menor aceptación de la vulnerabilidad en la materia.


Sobre el particular Brasil ya ha patrocinado algunas iniciativas que tienden a reducir o a segmentar la interdependencia: la exigencia de que los servidores tengan localización regional y/o nacional (lo que limita el libre acceso de la primera potencia a toda la red), la comunicación a través de fibra óptica (que es un medio material que permite una cautela más efectiva), el desarrollo de redes de comunicación propias o limitadas (especialmente de correos electrónicos) y nuevos sistemas de encriptación.


Si ello implica el desarrollo de un nuevo escenario de comunicaciones electrónicas, también implica potencialmente un punto de inflexión en los desarrollos de la denominada “guerra cibernética”. Ésta presupone un nuevo rol del Estado, de cooperación público-privada y de configuraciones de alianzas distintas a las anteriormente requeridas para la confrontación de amenazas convencionales.


En América Latina Brasil podrá entonces adquirir quizás no un nuevo liderazgo (que ya ostenta porque es el Estado con mayor desarrollo propio en la disciplina) sino un nuevo protagonismo que implica, necesariamente, la escala global.


De todo ello estarán enteradas las potencias con experiencia avanzada en el desarrollo de este tipo de disciplina. Pero especialmente Rusia donde el traidor Snowden, lejos de defender las libertades de expresión y de comunicaciones, ha puesto en manos de un Estado extraño los instrumentos prácticos de lo que en general se conocía afectando la seguridad de su país y otorgando a quien le ha concedido asilo una capacidad de coerción concreta y nueva. De otro lado, si estas consideraciones estratégicas de dimensión global no dejan sitio para una visita de la Presidenta Rousseff a Estados Unidos en el futuro cercano (asunto que el proceso electoral brasileño tiende a postergar más), requerimientos concretos de esa relación no podrán dejar de ser tratados por otra vía.


Lo primero será el destino de las compras de aviones militares a cuya lista de ofertantes se ha sumado la empresa Boeing para competir con las ofertas de Francia y Suecia. Pero además está la agenda, propia de una asociación estratégica que Brasil y Estados Unidos comprometieron en el 2011 a propósito de la visita del Presidente Obama.


Esta incluye un acápite de cooperación en materia de seguridad y defensa (especialmente importante en materia de entrenamiento conjunto), la necesidad de fortalecer las relaciones económicas “entre las mayores democracias del Hemisferio Occidental” (asuntos comerciales y de inversión para lo que se estableció un mecanismo de discusión ad hoc), un acuerdo de libre aeronavegación y un diálogo estratégico en materia energética (especialmente importante para la energía no convencional –el etanol- y para la convencional – la explotación de petróleo en el subsuelo marítimo brasileño-) y cooperación científica.


La relación entre Brasil y Estados Unidos tiene en cuenta también la situación del primero como potencia emergente. Y si hoy aquél ha reconocido a Suramérica como plataforma de presencia global, su antigua y especial relación con la primera potencia –hoy redefinida- no será arriesgada más allá de los recaudos que los excesos norteamericanos demanden.


Por lo demás, este escenario debe examinarse en un contexto regional bien heterogéneo donde unos países han reaccionado con agresividad y otros con una parsimonia extraordinaria. Brasil ocupará el espacio intermedio reforzando su rol de interlocutor privilegiado con la región de manera distinta al rol diferencial que mantienen México, Colombia y Chile con Estados Unidos.


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