La inestabilidad estructural del Ecuador acaba de mostrarse con violencia que, arraigada por lo menos desde 1996, algunos suponían superada.
Ni un presidente con predisposición autoritaria, ni una nueva Constitución de tendencia socialista, ni el intento de organizar una base política dominante, ni la aproximación inicial con el poderoso movimiento indigenista han podido prevenir una ruptura del orden interno de la que han sido víctimas, en el país vecino, ocho presidentes en los últimos trece años.
Esta vez, no ha sido el movimiento callejero que tumbó al coronel Lucio Gutiérrez (que, a su vez, participó en el golpe contra Jamil Mahuad) sino uno institucional el que ha generado la anarquía en Ecuador. En efecto, un movimiento policial, normalmente próximo a la Fuerza Armada, es el que ha pasado del reclamo gremial al movimiento de fuerza y, de allí, al aparente intento de golpe. Ello revela que las fuerzas de seguridad ecuatorianas están también fracturadas aunque la Fuerza Armada haya apoyado al Presidente.
El hecho de que este movimiento se haya encausado a través del malestar generado por una ley de reforma del sector público que pretendía racionalizarlo desde una plataforma que no puede considerarse como “neoliberal” dice mucho del nivel de ingobernabilidad existente en el Ecuador. Éste es aún más grave cuando la Policía –que, como las Fuerzas Armadas no admiten por naturaleza un trato equivalente al del resto de la administración-, se ha considerada maltratada y, por tanto, ausente de la preocupación del gobierno.
Si ello ha sido el pretexto para la ruptura institucional o ha producido un genuino descontento policial, está por verse. Lo que queda claro es que la ruptura del orden constitucional se ha producido y que ello ha generado, primero, la preocupación internacional y, luego, el rechazo colectivo del movimiento insurgente.
Ello indica que la responsabilidad colectiva por la estabilidad democrática en cualquier Estado americano –y en este caso, en Ecuador- sigue, felizmente, vigente. Pero sus heterogéneos orígenes también muestran que la expresión de esa responsabilidad debe distinguirse del apoyo explícito al tipo de gobierno que implementa el Presidente Correa.
El Presidente ecuatoriano sabrá entender, por tanto, que es el sistema de protección colectiva de la democracia representativa el que se ha movilizado en la defensa del orden interno del Ecuador. Ese apoyo no implica aval a la democracia participativa o a otra forma de organización política y está lejos de vincularse con una peculiar organización internacional como el ALBA.
Y el Presidente también comprenderá que la dimensión bilateral del respaldo recibido no se debe a la filiación ideológica de los que lo apoyaron sino a la preocupación en ellos tanto por el compromiso democrático como por la estabilidad en el manejo de los intereses nacionales respectivos.
Este es el caso del Perú que mantiene con Ecuador un nivel de relaciones diplomáticas superior al de cualquier otro momento en la historia contemporánea. Sustentado en el interés compartido de alejarse de las viejas diferencias, en consolidar el desarrollo del acuerdo de paz de 1998 y en profundizar vínculos de integración efectiva en los ámbitos fronterizos y en los de los mercados nacionales, el Perú desea encontrar en el gobierno del Ecuador un interlocutor estable y con capacidad de compromiso. Ello ha contribuido a la rápida reacción del gobierno peruano en respaldo del régimen del Presidente Correa.
Dicho esto, debe reconocerse que el respaldo regional no ha sido necesariamente bien canalizado.
Es loable que el Consejo Permanente de la OEA articulara, con rapidez propia de la emergencia, una resolución de rechazo a la insurgencia, de respaldo al gobierno ecuatoriano y de llamado a las fuerzas políticas de ese país a evitar la violencia.
A diferencia del caso de Honduras, el Consejo actuó esta vez correctamente en el marco de la Carta Democrática. Aunque la resolución no mencionó el artículo 17, es evidente que la invocación del Ecuador al Consejo, la solicitud de éste al gobierno de ese país para que siga informando sobre la situación y la no adopción de medidas adicionales evidencia prudencia y eficacia en la reacción en el marco de las opciones restringidas que norman ese artículo.
La gestión de esta disposición debió merecer la atención principal de los presidentes suramericanos en lugar de concurrir, desorganizadamente, a una reunión del Unasur en Buenos Aires de eficacia cuestionable, de fácil explotación por los afiliados al ALBA y, que, aunque legítima, no cuenta con sustento legal apropiado por la sencilla razón de que el Unasur carece de cláusula democrática.
Si la ausencia de marco jurídico resta sustento a la reacción del Unasur, su dimensión política está influenciada por la activa promoción de la democracia participativa por los países del ALBA en cuyo inestable cauce se han gestado los hechos antidemocráticos ocurridos en Ecuador.
Si el poder le ha sido devuelto al Presidente Correa el contexto en que lo perdió (que incluye este “tipo de democracia”) persiste. Ello repercutirá en la región. El Perú debe tomar las precauciones del caso.
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