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  • Alejandro Deustua

La Política Exterior Norteamericana: Boceto de una Conferencia

A menos de 100 días de la toma de posesión del Presidente Biden la política exterior de su país se viene proyectando al rápido ritmo que demanda la restauración de sus fundamentos y orientaciones perdidos por la administración Trump. Ese tempo ágil se desenvuelve en un marco ordenado establecido por discursos y artículos programáticos de pre campaña y post campaña (p.e. Why Must America Lead Again aparecido en Foreign Affairs el año pasado) haciendo poco sitio a la improvisación y cerrando el paso a la inconsistencia.


A la fecha se puede afirmar que son tres los grandes lineamientos y necesidades que orientan esa política: el requerimiento de recuperar los fundamentos valorativos sacrificados por Trump a través del artificio de la “política transaccional” basada en el pragmatismo y el contrato ad hoc; la necesidad básica de reparar los daños de la desinserción derivados del retiro progresivo de los regímenes internacionales; y el imperativo de la primera potencia de recuperar las calidades del liderazgo bastante erosionadas por el antecesor.


Si el rol que los valores políticos ha sido esencial en la definición de la política exterior norteamericana desde el establecimiento de la Liga de las Naciones (aun reconociendo los “bolsones” de neutralidad de la etapa de entreguerras), éstos tienen hoy una dimensión práctica: recuperar el “alma” de los Estados Unidos (sic Biden).


A la luz de la intensa división social y política que el ataque al Capitolio puso en dramática evidencia, de lo que se trata, quizás, es de recuperar a la Nación como comunidad. De allí la necesidad de repotenciar a la clase media norteamericana como elemento cohesionador e identitario norteamericano tan golpeado por la crisis económica, política y sanitaria. Al respecto el mismo Presidente ha sostenido que, en términos de política exterior, el Estado no suscribirá ningún acuerdo comercial hasta que la crisis económica que golpea a las clases medias y bajas no sea razonablemente superada y cuando ello ocurra, ese tipo de acuerdo deberá beneficiar a esos estamentos ciudadanos.


Sobre el particular el Secretario de Estado Antony Blinken ha ido más allá al asegurar que el éxito de su gestión se medirá en términos de su contribución al beneficio concreto de la ciudadanía de su país (sin mencionar al Estado). Ello indica que la fuerte relación entre política exterior y política interna que caracteriza a la política exterior norteamericana, ha adquirido hoy una importancia por lo menos equivalente a la promoción de sus valores rectores.


De otro lado, la dinámica de la reinserción de Estados Unidos en el sistema internacional se ha entendido, desde el primer día, como el retorno a los regímenes internacionales abandonados, ignorados o maltratados por Trump. En el ámbito multilateral global, ello quedó claro desde el nombramiento de una ex-candidato presidencial demócrata de gran influencia (John Kerry) quien, siendo integrante del Consejo de Seguridad Nacional, lidera el equipo a cargo de la política ambiental de la nueva administración. El retorno inmediato al Acuerdo de París, del que se autoexcluyó Trump, es clara muestra de la importancia otorgada a este sector en el que el cambio climático ha sido considerado como la principal amenaza “exisitencial” por el Sr. Biden.


Así mismo, en el escenario multilateral “convencional” Estados Unidos ha retirado la solicitud de Trump a la ONU para alejarlo de la Organización Mundial de la Salud. La OMS fue acusada de desmanejo de la pandemia mientras el pago de las cuotas norteamericanas se reorientaba a otros destinos.


Similar retorno, aunque sólo como Observador, ha ocurrido en relación al Consejo de Derechos Humanos de la ONU del que se retiró Trump alegando parcialidad anti –israelí entre otras (reales) disfuncionalidades del CDH.


Y en el caso de la OMC, la nueva administración ha reafirmado su pertenencia en esa entidad (repudiada aunque no abandonada por Trump) con el propósito de fortalecerla y reformarla.


Como es evidente, si Estados Unidos desea liderar el orden liberal de la post-guerra difícilmente podría hacerlo sin una participación multilateral activa.


Pero la reinserción norteamericana también opera en el nivel regional y, especialmente en el ámbito de las alianzas. Así, en el ámbito transpacífico, el Sr. Biden aseguró en la Conferencia de Seguridad de Munich de febrero pasado que para Estados Unidos la OTAN es un instrumento fundamental de su identidad y seguridad occidentales, del orden liberal de la postguerra así como de su compromiso con la seguridad colectiva en Europa (y sus nuevas proyecciones). En particular el Presidente subrayó el vínculo norteamericano con el artículo 5 de la OTAN que establece el principio de que “el ataque a un aliado es ataque a todos los demás y se actúa en consecuencia”.


Y en el ámbito transpacífico, el Presidente asistió a una cumbre virtual con los integrantes del QUAD (India, Japón y Australia además de Estados Unidos) que siendo un foro de seguridad antes que alianza formal puede disponer, sin embargo, de estrategias y generar cooperación de seguridad entre sus miembros (especialmente en el escenario Indopacífico entendido como un escenario estratégico y no sólo geográfico. Esa dimensión estratégica fue entendida como un instrumento de respuesta al expansionismo chino que busca establecer un nuevo orden en el área.


Esa posición fue concretada, luego, a través de reuniones del Secretario de Estado Blinken con los cancilleres y ministros de Defensa de Japón y Corea del Sur (instrumentos 2+2) que precedieron al encuentro del Sr. Blinken con su par chino en Alaska. En esa oportunidad el Secretario de Estado planteó, de manera abierta y luego pública que Estados Unidos tendría tres niveles de relación con China: una cooperativa cuando se pueda, una “adversarial” cuando se deba y una competitiva luego de señalar las preocupaciones norteamericanas (Xinjiang y el trato a los uigures, Taiwán, Hong Kong, coerción a terceros, ciberatataques a Estados Unidos, entre otros). En esa reunión el Canciller chino sostuvo que Estados Unidos no estaba en capacidad de hablar desde una posición de fuerza y que los medios diplomáticos y protocolares deberían ser observados para tratar con China. Pero el escenario de la relación bilateral quedó definido.


El tercer instrumento de reinserción norteamericana en el mundo consiste en la recomposición de su liderazgo. Especialmente cuando Estados Unidos considera que es la única potencia capaz de mantener el orden liberal de la postguerra aunque no puede emprender esa tarea en soledad. Está claro que para ello la superpotencia requerirá de aliados y socios, pero además, de la restauración de sus capacidades (militares, económicas, tecnológicas, etc.), la recuperación del denominado “soft power” (es decir legitimidad y credibilidad internacionales fuertemente erosionadas en la Era Trump”) y, especialmente, la reestructuración y buen uso de su diplomacia (cuyas capacidades humanas y económicas fueron recortas con anterioridad).


En relación a los desafíos internacionales principales, que no fueran el calentamiento global jerarquizado como “existencial” como ya se ha dicho, China y Rusia dominan el escenario siendo el primero que genera la mayor preocupación. El interés chino de establecer un orden distinto al liberal, la dimensión expansiva de su política reflejada territorialmente en su entorno (el Mar del Sur de la China), extra-regionalmente en la implementación del planteamiento de la “Franja y la Ruta” y sus externalidades (entre la que se encuentra el uso intensivo de un contaminante mayor: el carbón) y su incremental influencia global requieren un posicionamiento que el Secretario Biden explicó en la mencionada conferencia de Alaska.


En relación a Rusia, luego del planteamiento cooperativo referido a la extensión del tratado SALT y su eventual recambio en un proceso futuro de control y limitación de armamento nuclear), el G7 recordó los problemas continentales que plantea Rusia en Ucrania a propósito de la usurpación de Crimea (las sanciones se renovaron). Además, la respuesta a la ilegal intervención rusa fue luego recordada por el presidente Biden como anticipo de la calificación que le mereció el presidente Putin. En ambos escenarios, el chino y el ruso la complejidad manda y el riesgo ciertamente no es bajo.


A pesar de que Estados Unidos ha realizado planteamientos sobre el Medio Oriente y las diferentes regiones de Asia, el Presidente Biden no ha actualizado la importancia de América Latina. A pesar de sus numerosos viajes al área en su época de Vicepresidente, su aparato perceptivo parece anclado en la perspectiva de la fragmentación hemisférica. En él la relación con México predomina como parte del principalísimo escenario norteamericano (Canadá y México no sólo se reparten los únicos límites territoriales de la superpotencia sino que aquellos países, junto con China, son sus principales socios comerciales).


El orden jerárquico de la relación con América Latina sigue en Centroamérica (especialmente con el triángulo Guatemala, El Salvador y Honduras) calificado por la migración y termina en Colombia (completando el tradicional primer perímetro de seguridad norteamericana). Sobre el problema venezolano (que quizás no se trate de manera simultánea al problema cubano) sólo se sabe que Estados Unidos opta por una salida pacífica. Pero, salvo por llamadas telefónicas a las autoridades paraguayas o la preocupación por la situación boliviana, no hay nada que se asemeje a una visión de conjunto del área.


Quizás la percepción general de la primera potencia en el Hemisferio Occidental cambie en el futuro si reinterpreta la situación regional a la luz de amenazas extra –regionales que aquélla percibe como principales. En este caso, la influencia de dos de sus desafíos mayores: China y Rusia y la dimensión de la amenaza “existencial”: el cambio climático. Pero puede modificarse a propósito de la preocupación democrática (este año habrá en Estados Unidos una reunión cumbre de los países democráticos y una nueva Cumbre de las Américas).


En ese marco, los estados suramericanos, tan desintegrados y ausentes de convergencias elementales, quizás debieran tomar la iniciativa. Ello debe partir de una trabajo serio sobre la recuperación de la identidad y consistencia estratégica suramericana a estas alturas del siglo XXI.


NR: El contenido de este artículo resume los comentarios expresados en un conferencia virtual sobre política exterior norteamericana patrocinada por la Sociedad Peruana de Derecho Internacional



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