El grave conflicto político boliviano y la enorme grieta social que se ha abierto en Chile son pinzas estratégicas sobre el Perú cuya débil institucionalidad no puede responder adecuadamente. Nuestra falta de previsión en ambos escenarios es, a pesar de la bruma que los envolvió, responsable de tal inadvertencia.
En Bolivia la liberación del yugo autocrático viene exigiendo un costo incremental cuya beligerancia podría escalar más si la intermediación internacional convocada no conduce eficazmente a las elecciones prometidas en el corto plazo (quizá ya no en enero).
Si esta alternativa procura legitimidad interna ampliamente apoyada desde el exterior, ello implicará importantes concesiones de las partes. El gobierno, que desea la paz quizás, deberá rebajar sus expectativas, y el MAS procurar lo que no exhibe: racionalidad democrática.
Pero éste, que recibe la voz de Morales amplificada desde México, domina las dos cámaras y está mejor predispuesto a la confrontación empleando medios primitivos (p.e impidiendo el abastecimiento de alimentos y combustibles) mientras que los costos de lucha para las regiones más desarrolladas es mayor porque tienen más que perder.
La salida rápida que la política exterior boliviana ha sugerido (rompimiento sensato con el escenario castro-chavista) puede no tener sustento interno sin el decidido apoyo de la Fuerza Armada. Y éste tiene las limitaciones contemporáneas de equivalencia entre proporcionalidad y legitimidad en el uso de la fuerza que, de no cumplirse, implicaría el retroceso de Bolivia hacia la dictadura y el aislamiento internacional.
En cualquier caso, además de apoyar más y mejor al gobierno transitorio, el Perú debe estar preparado para atajar la influencia del movimiento cocalero boliviano y del “wiphaliano”. Éstos, proyectadas sobre el sur del Perú por la vía cultural y el tráfico ilegal, incrementan su propensión a constituir entidades subnacionales (la antiminería p.e.) en las que el “nacionalismo” y el movimiento cocalero pueden converger.
El conflicto social chileno se expresa en el Perú más estructuralmente. El anuncio de una nueva constitución implica un cambio de orden no sólo interno. Una nueva era ligada a un rol más activo del Estado se está cociendo. Más allá de cualquier juicio de valor, ello implica la disolución de un escenario regional ya fragmentado si se tiene en cuenta que fines del siglo XX la CEPAL consideraba a Chile como la extrema alternativa a Cuba.
En la actual circunstancia de incertidumbre global, ello implica, mayor heterogeneidad regional y muy disminuido consenso liberal. Ese escenario, como en el gobierno de Pinochet (aunque en sus antípodas), nace también con violencia incitada por el activismo cubano-venezolano, los encapuchados y anarquista chilenos vinculados a sus pares argentinos y a sus, ¿minortitarios? nexos europeos) que saben aprovechar la protesta callejera.
En un país institucionalmente demeritado como el Perú, ese cambio de orden se reflejará en nuestro escenario político de corto o mediano plazo.
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