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  • Alejandro Deustua

La “Nueva Normalidad”, la “Postverdad” y el “Trumpismo”

Si en tiempos de escaso crecimiento global, paupérrimos niveles de comercio, intensificación del conflicto convencional y no convencional e inestabilidad política y social, un personaje disruptivo y sin gran conocimiento de la “cosa pública” asume la presidencia de la primera potencia el resultado no puede ser otro que el incremento de la incertidumbre global.


Teniendo en cuenta que a esa sensación contribuye también la irracionalidad e impredicibilidad cultivadas por el Sr. Trump como supuesto capital político (y conformado, quizás, por mucha ignorancia), a la incertidumbre se agrega una fuerte y generalizada sensación de inseguridad.


Ello sería menos perturbador si se entendiera que esta disrupción no implica la emergencia de una “nueva realidad” que sea inaprehensible mediante el empleo del instrumental analítico disponible. Éste sigue siendo suficiente para explicar el desorden político contemporáneo. Si ello no ocurre se debe a defectos del analista, no de su instrumental.


Lamentablemente esta evidencia es hoy complicada por el desmedido uso de una vaga y espectacular terminología creada para difundir el aparente drama del contexto. Neologismos como “nuevo normal” (antes) o “postverdad” (hoy) han sido instalados por la arbitrariedad periodística al análisis económico y político contemporáneo. Veamos.


Cuando ocurrió la crisis del 2008 la extraordinaria complejidad de los mercados financieros y de los productos que se vendían y compraban en él complicaron e inhibieron su análisis franco. Como resultado “nadie vio venir esa crisis”. Pero quizás ello se debió al mal diagnóstico de los analistas financieros cuyo poderosísimo y optimista consenso, intensificado por su participación en los beneficios del mercado que debían evaluar, no pudo ser desafiado por los mejor dispuestos a correr riesgos como Roubini.


En efecto, si la crisis del 2008 fue la peor desde el crash de 1929 (así fue presentada) su emergencia no se debió a la carencia de instrumentos de evaluación o a la ausencia de analistas capaces que dieran la voz de alerta, sino a las extraordinarias barreras cognitivas que, de manera espontánea o alimentados por el interés de crecientes ganancias, establecieron los promotores del boom del momento.


Producido el crash los misterios que generaron la crisis se desvanecieron rápidamente cuando, sobre la marcha, el gobierno norteamericano primero y los europeos después adoptaron multibillonarias y necesarias medidas correctivas. Para diseñarlas rápidamente y lograr el resultado que lograron era evidente que esas políticas debían ser focalizadas con precisión. Así ocurrió y se ejecutaron, por tanto, sobre un escenario que las autoridades conocían.


Si éstas medidas fueron extraordinarias ciertamente constituían parte del stock de instrumentos disponibles por los decisores quienes, aunque operando en un escenario catastrófico, conocían el terreno que pisaban. Si en el medio de esa vorágine esos decisores hubieran tenido que actuar bajo el apremio de una nueva terminología que confundiera el problema a resolver y la acción a adoptar, la catástrofe se habría consumado.


Salvado el mercado financiero, la economía real respondió con bajas tasas de crecimiento como no podía ser de otra manera dada la magnitud de la crisis. Este escenario esperable, que albergó un nuevo ciclo económico, mereció, sin embargo, un nuevo calificativo. Éste implicaba no sólo los cambios fundamentales ocurridos en el mercado sino una “nueva realidad”. Es decir, una en que el comportamiento normal de la de la oferta y la demanda no tendían a un nuevo equilibrio enriquecedor porque sus agentes carecían de consistencia y racionalidad y su disfuncionalidad no era superable ni con la ayuda del Estado.


Paul Krugman fue un laureado abanderado de esta posición. Pero si a él nunca se le ocurrió cambiar la naturaleza de su disciplina renombrándola, la opinión pública, recogiendo una sorprendente reacción institucional (especialmente de los economistas del FMI), adoptó otro nuevo término para dimensionar la aparente “nueva realidad”; una “nueva normalidad” había nacido.


Si ésta quiso ser una figura ilustrativa de lo que ocurría, devino en sustantivo denominador de una nuevo y permanente estado de cosas. El shock de largo plazo sufrido comenzó a ser entendido como una situación “para siempre” en lugar de una anomalía cuya superación tomaría un tiempo y que, llamaba, por tanto, a la resignación. Y ésta inducía, en consecuencia, a esperar políticas insuficientes y resultados siempre decepcionantes. La metáfora reemplazó acá a la realidad de un nuevo ciclo económico complicando las políticas necesarias para atenderlo.


Hoy día, a la luz de los efectos nocivos del emergente y expansivo populismo occidental, del Brexit y de la elección del Sr. Trump un término en uso desde mediados de la década pasada se ha incorporado también al lenguaje del periodismo ilustrado sin excluir a los decisores de política exterior y de seguridad.


Este es el caso de la “postverdad” que si no ha sido adoptado por la Real Academia de la Lengua sí lo ha sido por diccionarios anglosajones (Oxford University Press), como un término que refiere la circunstancia en que los hechos son menos relevantes que la emoción y la convicción personales en el proceso de perfilar la opinión pública. Como en el caso de la expresión “nueva normalidad” este neologismo está siendo empleado no como un término que denota la extrema subjetividad que le es propia sino como uno que otorga a esa pretendida realidad una cierta objetividad (si lo relevante para el análisis es el discurso emocional al margen de su consistencia, la irracionalidad es la norma).


Si este fenómeno lingüístico estuviera circunscrito al ámbito periodístico quizás no informaríamos de manera más divertida. Pero no lo está en tanto decisores militares y políticos recurren crecientemente a él como si éste resumiera suficientemente la inmensa complejidad de los hechos sobre los que ellos deben actuar.


Convertido en sustancia en lugar de metáfora la recurrencia a la “postverdad” como rasero del entorno y sus agentes contribuye a perfilar no sólo el diagnóstico sino el escenario en que se ejecutarán las políticas que eventualmente adopten esos decisores. Al respecto no se tiene en cuenta que el sello de solvencia terminológica proviene de la maraña de truculencias con que el señor Trump ha llegado a la presidencia de los Estados Unidos.


El engaño, la incapacidad de presentar un discurso organizado, la recurrencia a la afirmación catastrófica que forman el bagaje discursivo del Sr. Trump así como los filiales exégetas que interpretan lo que el presidente electo quiso decir y un público dispuesto a creer no son un fenómeno nuevo para la vieja cultura de masas. Pero, presentados éstos como factores de una nueva realidad que la “postverdad” quisiera resumir y legitimar, configuran un peligro para el discernimiento político y los procesos decisorios consecuentes.


Este fenómeno, que algunos denominan también “trumpismo”, no debe progresar si la inseguridad y la incertidumbre del momento han de ser revertidas.


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