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  • Alejandro Deustua

La Negociación Palestino-Israelí en un Nuevo Marco de Relaciones Internacionales

Los conflictos remanentes de la Guerra Fría no son escasos ni marginales. Entre los más evidentes se encuentran el de Corea del Norte o el problema cubano. A este género no pertenece, sin embargo, el conflicto israelí-palestino cuyos orígenes son milenarios.


Si, en consecuencia, es en este escenario histórico en que las nuevas conversaciones entre la Autoridad Palestina y el gobierno de Israel deben situarse, las expectativas de éxito debieran tener también ese horizonte. Y éste indica que las expectativas deben ser bajas (y quizás más bajas de lo que han mostrado los resultados de las diferentes rondas de negociaciones realizadas entre las partes desde los acuerdos de Camp David en 1978).


Aunque el primer conflicto árabe israelí se produjo inmediatamente después del reconocimiento de la independencia de Israel en 1948, esa guerra no marcó el inicio de la confrontación intergrupal. Como tampoco lo hizo la decisión de la Asamblea General de la ONU de 1947 de proceder a la partición de Palestina bajo mandato británico, ni tampoco la Declaración Balfour de 1917 mediante la que el gobierno británico expresó su disposición a avalar la creación de un hogar nacional judío en la Palestina que, en ese momento, era también escenario de conflagración durante la Primera Guerra Mundial.


El conflicto árabe-israelí, siendo de carácter civilizacional, es de origen milenario. Su solución no depende, por tanto, de una particular circunstancia contemporánea. Es más, ese conflicto ha tenido un trato redundante en el escenario contemporáneo: cada vez que hubo una posibilidad de éxito, algún acontecimiento excéntrico –del que el magnicidio no es ajeno- arruinó las posibilidades de progreso.


De otro lado, existe una significativa diferencia causal entre las conversaciones que hoy se inician bajo el patrocinio norteamericano, egipcio y jordano (cuyo protagonismo requiere el apoyo del “Cuarteto” integrado, además de la primera potencia, por la Unión Europea, Rusia y la ONU) y las anteriores. Esta diferencia consiste en que las anteriores negociaciones derivaron generalmente de algún entendimiento bilateral (entre Israel y Egipto en 1978 o entre Israel y Jordania en 1994) o formó parte de un proceso diplomático (la Conferencia de Madrid de 1991 que dio lugar a los acuerdos de Oslo de 1993) o emergió de algún acontecimiento sistémico propicio (el “momento unipolar” norteamericano que facilitó los entendimientos de Camp David del 2000 o de la convergencia entre el “pico imperial” norteamericano y la primera gestión del “Cuarteto” en el 2003 que propició la “hoja de ruta” de ese año).


En todas estas negociaciones se trató sobre la existencia de dos estados (el israelí y el palestino) coexistiendo en seguridad, el retiro rediseñado de los asentamientos israelíes del territorio cisjordano, el retorno (también redefinido) de los refugiados palestinos, el status de Jerusalén y el retiro de tropas israelíes de alguna localidad estratégica. Aunque el contexto fue siempre el de la inestabilidad, la posibilidad de éxito se centraba, además de la voluntad de las partes, en la credibilidad del poder norteamericano asistido por otros actores.


Hoy el escenario de inestabilidad se ha complicado en el Medio Oriente, la credibilidad del poder norteamericano ha sido puesta en cuestión en la zona y la voluntad de las partes es más oscura que transparente.


La primera situación tiene fundamentos sistémicos (el sistema está siendo redefinidido mediante una nueva distribución de poder), regionales (el balance de poder en la zona está cambiando intensamente como lo muestra, a manera de ejemplo, la emergencia iraní, la relativa pérdida de influencia egipcia o el creciente poder económico de estados marginales) y nuevos factores subjetivos (el incremento transnacional del islamismo militante y confrontacional). La segunda cuestión fundamental es la pérdida de credibilidad del poder norteamericano en la zona derivado del retiro de tropas de Irak y el próximo retiro de Afganistán sin que la victoria haya sido lograda.


Por lo demás, el contexto estratégico del conflicto en cuestión también ha mutado de un escenario de solución prevista en un contexto de expansión democrática y de mercado (pretendido por la Administración Bush) a otro de incremento de las fuerzas latentes del autoritarismo que interactúan con la crisis económica.


Si esta situación revela que el común denominador es sólo la inestabilidad en el área, las posibilidades de un nuevo entendimiento palestino israelí se han reducido considerablemente. Y si se asume que este proceso no es sólo producto de una evolución diplomática para poner en acción una redefinición norteamericana del poder (asunto que debe considerarse en tanto el Ejecutivo norteamericano desea “reotorgar” al poder el significado multidimensional que siempre tuvo), una de las pocas posibilidades de éxito podrían provenir de la búsqueda por las partes de resultados menos que subóptimos.


Estos provendrían de la aceptación de conversaciones con fuerzas otrora descalificadas en Irak (p.e., los fundamentalistas chiitas) y en Afganistán (p.e., los talibanes con los que el gobierno de Karzai intenta algún tipo de diálogo). Ello indica que un acercamiento israelí al Hamas (que gobierna Gaza) aunque éste siga denegando a Israel su derecho a existir y no haya depuesto el terrorismo como instrumento político. Ello podría comenzar por un entendimiento entre la Autoridad Palestina de Abbas (que gobierna la Cisjordania) y el Hamas. Si, como dice el Presidente Obama, Estados Unidos ha ingresado a un escenario –y a una era- en el que la aproximación a un conflicto ya no se resuelve con la victoria, el éxito deberá ser redefinido por su diplomacia para progresar. Si ésta es la premisa, la pregunta relevante es cuánto “fracaso” puede aceptar un Estado para lograr una solución y cuán sustentable puede ser ésta si es lograda bajo los términos de ganancias relativas por debajo del nivel de equilibrio tradicional.


El intento de solución del conflicto palestino-israelí bajo las circunstancias actuales podría marcar, por razones estratégicas, un punto de inflexión en el entendimiento común de las relaciones internacionales cuyos costos y beneficios es necesario evaluar adecuadamente.



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