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  • Alejandro Deustua

La Misma Piedra

La candidata Keiko Fujimori se ha impuesto en la primera vuelta con una gran demostración de poder. El comando de 40% de la votación, el predominio territorial en el norte y centro del país y una eventual mayoría en el Congreso lo demuestran. Pero la legitimidad consecuente no parece suficiente para ejercer la presidencia de la República.


Menos si ésta se define por la calidad del liderazgo político y la ponderación con que se cohesione la identidad nacional y no sólo por la capacidad de imponer un determinado orden. Aquellas calidades son las que corresponden a la Jefatura del Estado y a la representación de la Nación que, por tradición constitucional, corresponden al Presidente.


Es verdad que pocas veces en el Perú estas calidades han sido expresadas por nuestros gobernantes. Pero también es cierto que escasas veces en nuestra historia la identidad de un candidato ha estado tan ligada, por lazos familiares y participación gubernamental, a la de un ex -gobernante que cursa carcelería por corrupción y violación sistemática de la ley.


En un mundo ideal esta lamentable situación debió haber inducido a la candidata Fujimori a resistirse a postular al más alto cargo público y a preferir aliviar responsabilidades que compartió con su antecesor y a evitar mayor confrontación social.


Pero la señora Fujimori ha insistido. Y la tolerancia democrática le ha permitido instalar nuevamente a la ciudadanía en un escenario de desgarro, riesgo político e inestabilidad potencial.


Más aún, el costo político que la candidata está dispuesta a trasladar al país es más alto del que pide a la sociedad que sufrague por los delitos, digamos, comunes cometidos por el gobierno en que participó.


En efecto, el precio del olvido, redefinido hoy en pragmatismo político, no incluye los actos de lesa patria cometidos por el ex –presidente que fugó del país, que detentando el cargo buscó someterse a soberanía extranjera, que renunció por fax y procedió de inmediato a intentar ejercer la función pública en Japón. Todo esto para terminar detenido en Chile donde fue interrogado por las autoridades del vecino y ser extraditado de acuerdo al albedrío jurisdiccional de las mismas.


A pesar de su encierro carcelario, el señor Fujimori mantiene la impunidad relativa a estos actos que han comprometido el prestigio del país, degradado la Jefatura del Estado, deteriorado la imagen colectiva y, como vemos hoy, cuestionado la identidad nacional.


Hoy, la señora Fujimori recurre a la voluntad popular, no para devolver al país lo que su antecesor le quitó, sino para ejercer el gobierno como exclusiva aritmética del poder sin importar la mayor fragilidad de gobierno que genera ni la calidad de la inserción externa del Estado cuyos interlocutores se harán al respecto preguntas de difícil respuesta.


Si el país no se merece este destino, la señora Fujimori deberá ser derrotada. Y si el pragmatismo que emerge con ese esfuerzo implica pactos, éstos no pueden llevar al Perú a la complicidad ni a la consolidación de una identidad nacional ya deteriorada.


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