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  • Alejandro Deustua

La Inseguridad Interna en América Latina

La Provincia de Buenos Aires, donde habitan 15 millones de los 41 millones de argentinos, acaba de ser declarada en emergencia por serias deficiencias de seguridad pública que incluyen una ola de linchamientos.


Mientras tanto la Fuerza Armada brasileña ingresa en las favelas de Río de Janeiro (y también en las de otras ciudades) para controlar a la delincuencia más violenta vinculada al narcotráfico de cara a la próxima Copa del Mundo.


Y en Áncash (una de las regiones peruanas que más dinero recibe por transferencias de recursos derivados de ingresos de la actividad minera y pesquera) la Contraloría y el Ministerio de Economía acaban de suspender la transferencia y manejo del dinero público por el gobernador de esa región acusado de corrupción y otros delitos. Esa decisión, sin embargo parece aislada de los grandes desafíos que plantea el crimen organizado en las grandes ciudades de la costa norte peruana.


De otro lado, en México, la lucha contra los carteles de la droga acaba de encontrar en el estado de Tamaulipas un nuevo escenario de barbarie generado por la explosión de violencia que ha producido alrededor de 70 mil muertos hasta el 2013.


En esos países la anarquía que desea generar la criminalidad, sea ésta organizada o común, es confrontada (o intenta serlo) con mayor éxito (el caso mexicano) o menor intensidad (el caso argentino) en un escenario de muy largo plazo.


Pero eso no es todo. En otros, países latinoamericanos, como Venezuela, los 25 mil homicidios que ocurren anualmente se producen en medio del desgobierno que agrava las consecuencias del autoritarismo y del descalabro económico. Allí, es claro, la anarquía es ley.


Si la denominada inseguridad ciudadana es un cuestionamiento frontal a uno de los fundamentos del Estado (la autoridad) y a uno de los pilares del orden liberal (el Estado de Derecho), ésta se expande en la región erosionando el sustento de sus unidades políticas. Y lo hace al amparo de tendencias anárquicas cada vez más intensas que ponen en serio riesgo la gobernabilidad de un buen número de los países del área. El crecimiento en América Latina de la tasa de homicidios en el orden del 11% con una suma total de muertos de más de un millón de personas en el período 2000-2010 (BID, Informe Regional del Desarrollo Humano 2013-2014) es sólo una muestra de ello.


Y si la seguridad ciudadana es considerada como una condición indispensable del desarrollo, la arremetida del crimen organizado está poniendo en riesgo el progreso de las sociedades afectadas mientras el Estado provee débiles respuestas (aunque a veces fueran destacadas) en los ámbitos policial, de administración de justicia, supervigilancia y punición.


Si en algunos casos esta situación conforma un síndrome de desgobierno previo al Estado fallido, en otros esa fenomenología se parece a la extraña convivencia de sectores nacionales bien gestionados con otros que no lo son. Así, como en el escenario de la convivencia de economías formales con informales dentro de un mismo mercado nacional, en algunos Estados latinoamericanos los progresos de la gobernabilidad convive con el retroceso a la barbarie. En esta tensión de fuerzas contrapuestas alguna cederá en algún momento o generará un nuevo tipo de “bizarra” entidad política.


Veamos algunos ejemplos o hipótesis. En materia de modernización económica destacan Perú, México, Panamá, Chile, Colombia. Y en inclusión social el caso más exitoso es el brasileño mientras que en reforma integral tardía México es un caso excepcional. Al mismo tiempo, Perú, Panamá y México lideran a la región en incremento de la competencia en telecomunicaciones y energía y en expansión del crédito (WEF). Pero estos avances son tan heterogéneos internamente como lo son externamente.


Y si el Índice de Competitividad del World Economic Forum coloca a Chile en el puesto 34, a Panamá en el 40, a México en el 55, a Brasil en el 56 y al Perú en el 61 liderando a la región entre 148 países, no es improbable que esos dimensionamientos sean más propios de una parte de los países examinados que del conjunto.


Lo mismo puede ocurrir con el Informe de Desarrollo Humano del PNUD (2013) que destaca que, en el marco del ascenso de los países del sur, Chile (40) y Argentina (45) tienen un índice de desarrollo humano muy alto mientras que Uruguay (51), Panamá (59), México (61), Perú (77), Ecuador (89) y Colombia (91) ya ostentan un índice de desarrollo humano alto (PNUD).


Si la heterogeneidad de las condiciones de vida que estos índices obvian fuera muy alta ello configuraría una situación de inseguridad de un nivel superior derivada de la insatisfacción de un sector del país de que se trate con el otro. Si la seguridad es una condición indispensable para el desarrollo ésta se entiende como un bien público general. Pero si ella es parcial, el tipo de asimetría descrita no sólo mostraría que la seguridad no es homogénea internamente sino estaría contribuyendo a genera estados estructuralmente inseguros en los que una parte del país progresa y la otra se hunde en el caos.


Nada más gráfico para explicar la pugna entre las tendencias de orden y progreso que afirman al Estado y las tendencias anárquicas que conviven en nuestros países cuestionando condiciones básicas de autoridad, capacidad jurisdiccional y dominio del territorio que define a los Estados modernos.


De otro lado ¿cuánto de esta problemática se debe a la desigualdad en América Latina (que, según la ONU es la peor en el mundo) cuando los Objetivos del Mileno se vienen cumpliendo aceptablemente en materia de pobreza, educación, medio ambiente, salud y desigualdad de género? Y cuánto se debe, más bien, a la velocidad de la reducción de la pobreza cuando entre el 2002 y 2012 la pobreza ha caído en la región 15.7 puntos porcentuales en promedio (CEPAL)?.


Quizás la respuesta resida más en la menor velocidad con que se ha reducido el número de personas con ingresos insuficientes últimamente (entre el 2007 y el 2012 –años de crisis económica externa- la pobreza sólo se redujo a una tasa de 2.5% anualmente) (CEPAL). El problema aquí tendría un fuerte componente externo derivado del shock del 2007-2008.


Ello coincide con la velocidad con que se ha incrementado las clases medias entre el 2003 y el 2009 –años previos a la crisis económica externa- en que la tasa de incorporación a ese status social en América Latina y el Caribe subió en 50% según el Banco Mundial (BM).


Ello generó en una parte de la sociedad extraordinarias expectativas que contrastan hoy con su frustración. Mucha de esta insatisfacción deriva del hecho de que estas nuevas clases medias son definidas con los que ganan apenas entre US$ 10 y US$ 50 diarios (IDEM) (y que, por tanto, son extremamente vulnerables a un retorno al status de pobres si no acceden a empleo suficiente).


Veamos esta variable. Si bien es cierto que el desempleo en la región ha caído a un mínimo histórico de 6.3% en el 2013, la OIT atribuye esta reducción menos a la creación de nuevos puestos de trabajo (que ha sido potente) que a una baja en la participación de la fuerza laboral (OIT). Ello puede deberse a que el fuerte crecimiento producido durante el boom de los commodities ha creado riqueza pero no empleo suficiente al tiempo que los salarios crecido menos. Ello ha debido contribuir a incrementar la alta informalidad de las economías de la región.


De otro lado, si el Banco Mundial afirma que la urbanización es parte del progreso de un país en tanto en las ciudades se produce el 80% de los bienes y servicios mundiales (BM) (casi un lugar común), es probable que esos beneficios sean también producto de un exceso de oferta de mano de obra (generada, como en China, por la migración del campo a la ciudad) y a la escasa demanda de trabajo por las medianas y grandes empresas (en los países en desarrollo la mayoría de las empresas son pequeñas y micro con escasísima capacidad de generar empleo que no sea el propio).


Finalmente, en la hipótesis de que, en el agregado, los beneficios de esta fenomenología económica superan a sus costos sociales, deben considerarse la pérdida de responsabilidad social generada por una fuerte alteración de valores que ese proceso ha causado. Entre esos intangibles están, entre otros, el cambio de los comportamientos generados por las necesidades que crea el incremento del consumo masivo, la corrupción que permea a la sociedad y a sus representantes, el quebrantamiento de la equivalencia entre derechos y obligaciones y a la escasa legitimidad de los liderazgos (que toleran, en algunos casos, niveles de autoritarismo mayor o impiden una mejor ejercicio de la democracia afectando la eficacia de regímenes internacionales cuyo propósito es la protección de esa forma de gobierno).


Afrontar los problemas de seguridad que genera este complejo problema económico y social no puede esperar el largo plazo que demanda su plena solución ni debe permitir que la autoridad del Estado se escabulla en la complejidad del desafío. Un adecuado, práctico y renovado nivel de consenso nacional es en esta materia tan necesario como el ejercicio inteligente y práctico del liderazgo gubernamental y, en lo posible, de la cooperación internacional pertinente.


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