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  • Alejandro Deustua

La Esperanza Memoriosa

Descontada su versión mercantil, cuya práctica parece irradicable en el occidente cristiano, la Navidad es la expresión de las mejores aspiraciones de las gentes y, por tanto, la celebración de la esperanza. Por ello, es imposible festejarla sin llamar la atención sobre su antítesis: el sufrimiento humano cuya peor versión radica en las grandes colectividades que viven en el conflicto y la marginación.


Si la aspiración a la felicidad es un requerimiento colectivo que las sociedades reconocen más o menos explícitamente sea en constituciones longevas (como la norteamericana), sea en los postulados económicos del liberalismo (traducidos como "nivel de satisfacción"), debe recordarse también que la guerra y la exclusión social son parte del comportamiento humano que convive con nosotros desde los albores de la civilización. La dualidad entre exaltación espiritual y la realidad de la precariedad cotidiana es motivo adicional para que la celebración de la Navidad no admita con facilidad el olvido de las injusticias que la humanidad aún debe corregir.


Entre las peores de todas está el conflicto que asuela la región en la que nació Cristo. La sangrienta confrontación en la que continúan inmersos palestinos e israelíes es, no sólo por sus connotaciones históricas, el conflicto regional de mayor alcance y peligrosidad global. Cualquiera que sean las causas últimas y próximas del mismo no resta un ápice a la trágica realidad expresada en una de las peores manifestaciones de la guerra: el terrorismo de alcance global que no distingue entre blancos militares y civiles.


Su persistencia en el tiempo y su extraordinaria capacidad de reproducir violencia, que afecta a todos, ciertamente reclama los mejores esfuerzos de diplomacia colectiva. Pero, a la luz de su sucesivo fracaso, quizás ésta deba ser acompañada por un mecanismo que, en el marco de la ONU, ya se practica en conflictos menos intensos: la imposición de la paz por fuerzas superiores. La aspiración a la felicidad -que la Navidad proclama- no tiene por qué no ser realizada, en ciertos casos extremos, mediante el uso legítimo de la fuerza como prerequisito o complemento de la acción diplomática.


Y si la exaltación navideña reclama el recuerdo de los marginados, que en América Latina es el equivalente a la mitad de su población, la celebración sensata de la esperanza no puede hacer la vista gorda a la necesidad de corregir la injusticia secular. Para ello no bastan oraciones y el llamado general a la responsabilidad social.


La comunidad internacional ha suscrito infinidad de documentos que expresan las mejores intenciones al respecto. Pero el consenso general prevaleciente en la conducción de políticas económicas no se condice con tales declaraciones. En una sociedad global en la que la oferta alimentaria supera a la demanda y las utilidades de muchas grandes empresas es, en no pocos casos, mayor al PBI de pequeños Estados, el mantenimiento del actual estado de cosas es un acto de irracionalidad colectiva que supera a la imperfección humana.


Si la vigencia secular del conflicto y la marginación es una de las constantes de la historia, la esperanza -esa que se fundamenta en el nacimiento de Cristo- debe ser una fuerza colectiva que, traducida en políticas correctivas, sea su estrella orientadora. Que esta Navidad, y las que vengan, nos permita seguir su huella.



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