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  • Alejandro Deustua

La Elección Norteamericana

El reciente proceso electoral norteamericano no es el primero que se conduce en un contexto de guerra ni el único realizado a propósito de un conflicto. De él sólo podía esperarse polarización entre los contendores y la compleja legitimación del liderazgo en ese ámbito. Esto es precisamente lo que ha ocurrido con la ajustadísima victoria del presidente Bush.


Si, a pesar de la trascendencia de los temas económicos (el déficit, los impuestos, el crecimiento) y sociales (la seguridad social, la educación, el rol de la religión), el Jefe de Estado norteamericano puede interpretar el resultado como un plebiscito sobre la justeza de la causa bélica norteamericana y la aptitud de su conducción, el presidente Bush ciertamente ha renovado su autoridad en la materia. Sin embargo, la estrechez del resultado lo obliga a restaurar la mellada cohesión norteamericana sin sacrificar, en el proceso el interés nacional.


El trabajo será arduo porque la victoria electoral no sólo se ha obtenido por unos cuantos votos intensamente disputados en estados medianos (como Ohio), sino porque la gran mayoría de los que votaron por el señor Kerry lo hicieron en función de su desacuerdo con la guerra (el 85% según CNN). Si es verdad que esta vez, a la inversa de lo ocurrido en el 2000, el señor Bush ha logrado también la mayoría electoral popular (y no sólo la de los colegios electorales) el costo de triunfo es la gran polarización del pueblo norteamericano en la materia. Peor aún, al haberse personalizado la causa del esfuerzo bélico, la división nacional al respecto implica un fuerte cuestionamiento de las calidades singulares del presidente.


Ciertamente el esfuerzo cohesionador no puede pasar por el debilitamiento de la campaña militar o de sus objetivos. Pero sí por la selección de un equipo menos cuestionado en la conducción de la guerra, por la explicación congregante antes que desafiante del interés nacional comprometido, por la revitalización del esfuerzo diplomático (especialmente en el problema palestino-israelí) y, fundamentalmente, por la recuperación de la credibilidad cuestionada de los servicios de inteligencia.


Internamente ello implica la selección de un nuevo equipo en el Departamento de Defensa, la renovación del Consejo Nacional de Seguridad, el afianzamiento del rol del Departamento de Estado y la reforma confiable de la CIA. Externamente la disposición a trabajar con los aliados tradicionales debe ser replanteada sin dejar de lado a los aliados ad hoc; una mejor articulación con la ONU (para lo cual la aplicación de la Resolución del Consejo de Seguridad 1546 puede ser el instrumento clave) es indispensable; y la recuperación de la prioridad de los temas del desarrollo (los objetivos del Milenio que el propio presidente Bush ya ha recogido en sus discursos) resultan impostergables.


En lo que toca a la América Latina, el trato casuístico debe ser reorganizado en un esquema general. Si bien la viabilidad de los TLC parece ahora asegurada, la región debe tener en la agenda norteamericana un marco de trato que el improbable ALCA (que difícilmente podrá suscribirse hacia fines de año aún en su versión “lght”) reduce sólo a la dimensión comercial. El tema es aún mas urgente cuando en las próximas semanas una comunidad suramericana de naciones redefinirá el panorama hemisférico. Ello pondrá en cuestión un acercamiento a la región privilegiando a determinados interlocutores.


En el acápite económico, la percepción optimista de la actual administración debe recordar mejor los hechos: el complemento de un déficit fiscal de US$ 600 mil millones y uno comercial de 450 mil millones no es sostenible. El desafío de acortarlo sin producir recesión es inmenso. Especialmente si el presidente Bush insiste en mantener beneficios tributarios para quienes tienen capacidad de pago sobrante, si el gasto bélico sigue siendo intenso y la seguridad social no puede ser sostenida con un menor número de contribuyentes. Finalmente, a la luz de la experiencia electoral del 2000 y el 2004, los norteamericanos deben pensar seriamente en rediseñar su sistema electoral. El desorden actual promovido por la ausencia completa de estándares mínimos de observancia nacional genera incertidumbre en propios y extraños. La primera potencia democrática del mundo puede hacerlo mejor.

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