La crisis de Ucrania es un fenómeno complejo que las recientes elecciones generales, aunque bienvenidas, no resuelven en ese país. Y no lo hace porque la fractura interna y la dimensión externa del problema, que es sistémica, ha adquirido una dinámica geopolítica que la voluntad de los pueblos ucranianos no puede, por sí sola, atajar mediante el restablecimiento de una autoridad central, legal y legítima.
En efecto, la cuestión principal planteada por la crisis ucraniana es la contención de la expansión liberal de Occidente hacia Oriente aunque la Unión Europea persista en sus esfuerzos. De momentos éstos seguirán encontrando albergue en la zona más pro-europea de ese país (Kiev y la zona industrial), pero no en la parte menos adelantada (la centrada en torno a la rebelde zona pro -rusa de Donestk y Lugansk) y mucho menos en Crimea cuya secesión y anexión por Rusia parece un hecho consumado.
Esto último ha ocurrido contra la voluntad de la comunidad internacional expresada en marzo en una resolución no vinculante de la Asamblea General de la ONU sobre la integridad territorial de Ucrania. En ese marco (y la imprudente decisión de la Comisión de la Unión Europea de mantener la presión expansiva), Rusia ha producido un roll-back sobre el afán comunitario. Como antecedente, éste recuerda, si bien de manera remota y en otro nivel de intensidad, el roll-back soviético del escenario afgano en la década de los 80 (cuestión que puso en cuestión la Doctrina Brezhnev).
El segundo factor a destacar es el colapso, en este caso, de la “metáfora mackinderiana” que establece que “quien domina Europa Central domina el Heartland, quien domina el Heartland domina Eurasia y quien domina Eurasia domina el mundo”. La referencia a esta alegoría estratégica es pertinente porque ilustra la dimensión geopolítica de lo que está en juego aunque con pretensión menos grandilocuente.
Sustituyendo a Europa Central (que ya pertenece al ámbito occidental) por Europa del Este y a ésta por Ucrania, parece claro que el conflicto entre potencias occidentales y orientales no ha arrojado un ganador en tanto nadie domina plenamente Europa del Este (aunque Rusia haya recuperado posiciones al respecto).
Sin embargo, para los efectos del control euroasiático, ello puede resultar intrascendente a la luz de la emergente cooperación sino-rusa en Eurasia (una treintena de acuerdos, un contrato de US$ 400 mil millones para compartir el recurso energético de la zona y efectos directos de este nuevo entendimiento en otros fueros –el Consejo de Seguridad, por ejemplo, donde Rusia y China vetan de manera conjunta intereses occidentales).
Si bien es aventurado afirmar que esa cooperación refleja intereses idénticos y que aquélla será duradera, sí se puede afirmar que los intereses implicados son convergentes y proyectados a largo plazo. Su persistencia será decidida por el balance de beneficios en una relación asimétrica en la zona y por las presiones del alcance global de los diferentes intereses de ambas potencias. De momento, lo central en Eurasia no es lo que ocurra en Europa del Este (un asunto ruso más que chino) sino lo que suceda en Asia del Este.
De cualquier manera, la pugna sobre Ucrania revela y tendrá efecto en una menor cooperación global en momentos en que la gobernanza correspondiente está en cuestión (la reemergencia del veto en la ONU, la ruptura de la colaboración rusa-norteamericana en la estación espacial internacional es sólo un indicio de ello) mientras que el nivel de integración en la Unión Europea (al margen de la pérdida de cohesión que muestra las recientes elecciones parlamentarias) tiende a declinar.
Y lo hace de cara al desafío de dos de los más fuertes representantes de un renovado nacionalismo en el mundo: Rusia y China. Esta convergencia general entre una potencia emergente y una reemergente se da a pesar de éstas tengan características diferentes y pasen por momentos disimiles (China mantiene el postulado la “emergencia pacífica” mientras que Rusia parece más interesada en recuperar poder e identidad a costa de sus capacidades económicas -que el acuerdo de diversificación de mercados con China podría, sin embargo solventar-). Cada una de estas potencias ha mostrado, en sus respectivas áreas de interés, disposición al uso de la fuerza sea mediante la adquisición de capacidades (China) sea mediante la amenaza y el uso efectivo de ese instrumento de poder.
Frente al empuje del nacionalismo externo, la Unión Europea tendrá que lidiar también con los nacionalismos subnacionales (Cataluña, Escocia, Padania, Chipre, Córcega) y con los emergentes en la elecciones parlamentarias (especialmente en Francia) traducidos en euroescepticismo y otras manifestaciones de protesta anticomunitaria.
Además de ello, la Unión Europea deberá procesar los nuevos intereses nacionales que surgen de esta nueva fenomenología. Estos derivan de las más específicas amenazas existenciales que perciben ciertos miembros de la UE, las realidades asimétricas de una nueva vulnerabilidad energética y la potencialidad de un renovado conflicto en la periferia europea.
Entre los primeros resalta los que perciben los países Bálticos expuestos directamente a la amenaza rusa como al irresuelto problema de las poblaciones rusófonas cuya protección ha comprometido nuevamente el presidente Putin. Éstas últimas suman alrededor de 20 millones en Europa y componen el 25% de la población de Estonia, uno de los tres países bálticos más afectados por el problema, por ejemplo. Si es verdad que estos países mantienen serios obstáculos a la asimilación de estas minorías que impiden resolver la materia, también es cierto que este tipo de población, fuertemente influida por el ius sanguis, ha sido un punto activo y central para la promoción rusa de la secesión de Crimea y para su rápida anexión.
Por lo demás, Polonia, cuyo territorio ha sido tan repartido a lo largo de la historia (Yalta, p.e., aunque ese Estado haya sido sido también invasor) no tiene defensas geográficas que la vuelvan más segura frente a un intento de invasión oriental (como ocurre con buena parte de Europa Central). Frente a la nueva situación de seguridad, una nueva situación de alerta en Europa Central es sólo normal.
Y aunque la vulnerabilidad energética no es nueva en la Unión Europea, ésta sigue siendo un problema mayor no resuelto. Frente a la circunstancia ucraniana el problema es asimétrico (los bálticos dependen 100% del combustible ruso que pasa por Ucrania, los alemanes tiene un problema similar del orden del 37% mientras los ingleses y españoles no tienen dependencia al respecto). Mientras que el 55% del aprovisionamiento europeo pasa por Ucrania, 35% del total es ruso. A aliviar el problema no contribuyen demasiado las líneas del Southstream ni el Nordsrteam porque ambas llegan a Europa directamente de Rusia.
De allí que la respuesta alemana en materia de sanciones económicas, por ejemplo, no haya sido especialmente enérgica (si Alemania es, seguida de los País Bajos, el principal socio comercial europeo el nivel de interdependencia de agentes económicos lo marca la pertenencia de un ex -Canciller alemán, Gerhard Schroeder, al aparato ejecutivo de Gazprom). Aunque esta aproximación está alejada de la fenecida Ostpolitik de la Guerra Fría, algunos piensan que se trata de una continuación de la misma.
Finalmente, si como dice el Presidente Putin, Ucrania puede estar ya inmersa en un marco de guerra civil, la materialización de la misma en la periferia de Europa no sería nueva como fenómeno reciente. La más sangrienta de todas en el período de la postguerra fría ocurrió en Yugoslavia en la última década del siglo pasado y la más reciente en Georgia (2008). En efecto, los pacifistas europeos no pueden alegar que la guerra civil ha sido cancelada de su escenario geográfico. Ésta sigue siendo una alternativa real que, de escalarse, puede comprometer activamente el ámbito sistémico con rapidez porque su naturaleza es sistémica (y al respecto sus mecanismos de defensa no sin impresionantes).
Si bien la UE ha participado en ello mediante la expansión, Rusia ha contestado con una vieja metodología: aislar al sujeto que va a ser asimilado a través de la secesión para luego proceder a su declaración de independencia, primero, y a su incorporación al Estado asimilante después (así ocurría en el siglo XIX en Norteamérica). La forma cómo se ha llevado este proceso en Crimea ha sido tan rápida y eficiente (incluyendo innovaciones como la de la participación de fuerzas armadas sin insignias) que cuesta creer que ese proceso no ha sido parte de una plan de contingencia previo y hasta de una explícita decisión preliminar.
De otro lado, como se sabe, la autodeterminación es reconocida por la el Derecho Internacional para los casos de entidades coloniales que declaran su independencia. No sucede lo mismo con la secesión de una entidad política de un Estado constituido cuyo legitimidad puede estar establecida pero no su legalidad (en realidad, ésta depende de su aceptación o rechazo por la comunidad internacional y, en el caso de Crimea, ésta ha sido rechazada).
Las consecuencias de esta situación son de extrema importancia para el sistema internacional.
Primero, la Unión Europea ya no podrá expandirse sin oposición (su última expansión sin oposición ha sido la de los estados de Europa Central que se liberaron de la dominación soviética). Aunque la UE persiste en el intento (ya ha contribuido con el primer tramo de la asistencia comprometida para la estabilización ucraniana por US$ 1610 millones mientras que Estados Unidos ha comprometido con US$ 1 mil millones y el FMI participa con un acuerdo stand by de entre US$ 14 y 18 mil millones) la oposición estratégica ya está claramente establecida.
En no poca medida esta limitación se debe a la propia UE, cuya escasa visión estratégica mostrada en la persistencia en el compromiso del acuerdo de asociación con Ucrania –incluyendo un acuerdo de libre comercio- no tuvo en cuenta los intereses rusos. Aunque la insistencia de alguna potencia en el hecho haya sido visible, no es impensable que esa persistencia pueda haberse derivado de un proceso decisorio de carácter burocrático muy mal guiado y carente de comprensión de la naturaleza y del carácter del problema.
Esa carencia fue retroalimentada por el liderazgo alemán desde el Consejo Europeo quizás confundido por la fuerte interdependencia económica que Alemania mantiene con Rusia y las filiaciones de ex - hombres de Estado alemanes con empresas rusas en un contexto de fuerte vulnerabilidad energética.
De otro lado, la OTAN no forzó la crisis aunque mantuvo las actividades enmarcadas en el acuerdo base de 1997 y el de fortalecimiento de 2008. El tejido de relaciones de seguridad entre la OTAN y Ucrania es denso e incluyó la contribución ucraniana a operaciones en Afganistán y Kosovo, además de múltiples vínculos de cooperación de seguridad en intercambio de inteligencia, entrenamiento e interoperabilidad, entre otros. Si bien la asimilación de Ucrania por la OTAN no estaba prevista explícitamente desde se iniciaron los contactos (Rusia también mantuvo vínculos de cooperación con la OTAN), lo contrario pudo ser entendido por algunas potencias. Ello ha sido considerado intolerable por Rusia.
Esos contactos se mantienen con un nivel de intensidad que no conocemos. Pero si éstos responden a los escasos niveles de fuerza desplegados por la Alianza Atlántica y por Estados Unidos en los Países Bálticos y Polonia quizás estos hayan sido desescalados para distender la crisis.
En cuanto a la reacción norteamericana, ésta se ha mantenido hasta ahora en la dureza de la declaración diplomática y en el recurso a sanciones económicas personalizadas. Éstas afectarán ciertamente a sujetos que conforman la élite económicas (los “oligarcas”) pero no se conoce el efecto real de su impacto en la economía del país.
Sin embargo, a la luz de la precaria situación de Rusia (descontando los beneficios que pudieran resultar de la asociación con China), apenas 1.3% de crecimiento este año (FMI) contrasta menos con Europa que con anteriores resultados en el ámbito de los BRICS. Rusia, que desea recomponer su status, ciertamente se verá afectada por los costos de la operación entre los que ya se incluye una fuerte salida de capitales.
A cambio de ello, Rusia incrementa sus capacidades territoriales. En efecto, si esa potencia sustenta la absorción de Crimea en razones históricas (el rol de Kiev en el origen Ruso y la Novorosiyya aludida por el presidente Putin de marzo último), son las razones geopolíticas las que le dan valor: la consolidación de la base naval de Sebastopol que permite a Rusia el control el Mar Negro, acceder al Mediterráneo y de allí al Atlántico sin depender de las bases en el Mar del Norte implica un fuerte aumento de potencial militar.
Por lo demás, Ucrania deviene para Rusia nuevamente en una Estado buffer sobre parte del cual tiene influencia directa. Con ello impide la vecindad inmediata con estados occidentales militantes en entidades de vocación expansiva frente a los cuales ha mostrado una decisión superior.
Pero además de la recuperación de estas ganancias que estuvieron a punto de ser perdidas, Rusia consolida su deseo de que conformar una Unión Aduanera con Bielorrusia, Kazajistán y, por lo menos, con parte de Ucrania. Sobre esa base se fortalecerá la Comunidad de Estados Independientes total o parcialmente, revirtiendo parte lo que, en opinión del Presidente Putin, fue la “peor catástrofe geopolítica” del siglo XX (la implosión de la URSS).
En ese marco, la asociación con China adquiere una nueva dimensión prologando una alianza de control presencial asimétrico pero exclusivo sino-ruso en Eurasia continental con fuerte proyección global e impidiendo un potencial aislamiento ruso.
Como resultado colateral puede afirmarse que la disciplina geopolítica, sus escenarios y diferentes aproximaciones vuelven a tener una importancia práctica que nunca debieron minimizarse en las políticas exteriores tan absorbidas por las fuerzas de la globalización.
Entre sus manifestaciones más claras, reaparecen con ímpetu las zonas de influencias como zonas de proyección de poder y/o de control. Así mientras Rusia actúa para recuperarlas, Estados Unidos procura fortalecerlas en la cuenca asiática del Pacífico sobre la base de las alianzas militares mientras que la Unión Europea pierde potencial al respecto.
Esta situación es de especial importancia en América Latina. Y no sólo porque Suramérica haya dejado de ser una zona de influencia norteamericana sino porque Centroamericana recibe menos atención de lo que debiera de los Estados Unidos. En el largo plazo, ello tenderá al conflicto con potencias extrarregionales las que, como en la Guerra Fría, definían sus disputas en los llamados países del sur.
En este caso, la responsabilidad de constituir una zona de influencia corresponde a América del Sur. Sin embargo, esa alternativa está bloqueada por el rol fragmentador de los integrantes del ALBA y, especialmente, por la alianza Venezuela-Cuba que Brasil está lejos de atajar.
Pero, si la situación descrita plantea grandes desafíos a América del Sur, también abre nuevas oportunidades. Éstas están vinculadas a la más estrecha cooperación entre las democracias liberales en el área y al mejor entendimiento del interés nacional.
Éste no debe depender del funcionario ni del gobernante de turno sino, de su dimensión más importante y primaria, de la que procuran la historia y la geografía, los principios constitucionales en su conjunto (no de las constituciones ad hoc) y de los requerimientos concretos de cada Estado.
América Latina y/o América del Sur deben saber responder a la nueva situación reevaluando estas premisas de las políticas exteriores de sus Estados sin desatender la evolución de la coyuntura.
Y menos cuando ésta ha dado un giro hacia el retorno general del conflicto en el ámbito interactivo del sistema internacional mientras que su estructura refleja un cambio de capacidades.
Es más, nuestras políticas exteriores que con tanto énfasis se afanan por el advenimiento de la multipolaridad estando incapacitadas para producirla, deben, por lo menos, aprender a desempeñarse en ese escenario aún incierto con alianzas apropiadas.
Si los Estados liberales del área se estructuran en torno a la democracia representativa y al libre mercado, sus aliados son los que comparten esa definición del Estado. Lo demás no debe confundirse con mero pragmatismo.
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