Todo Estado tiene la obligación de ocupar su territorio y de ejercer jurisdicción en él. Ello define la condición material de su soberanía, brinda seguridad a sus ciudadanos y contribuye a prevenir indeseada injerencia externa.
Este requerimiento es aún más necesario en Suramérica donde la proliferación de espacios vacíos es fuente de amenaza (el narcotráfico, el terrorismo, problemas convencionales) y limita el desarrollo. El Perú ha emprendido este esfuerzo de ocupación en el ámbito continental. Pero se muestra ambiguo en el marítimo.
Y no podrá revertir esa ambigüedad mientras el Estado no defina con precisión ese ámbito según el nuevo derecho del mar. A ello no contribuye suficientemente la disposición constitucional sobre dominio marítimo (art. 54) en tanto ésta no refiere el mar territorial, la zona contigua, la zona económica exclusiva y la plataforma continental como zonas distintas que deben regularse en concordancia con la Convención del Mar.
Mientras ello no ocurra, las funciones jurisdiccionales que implican control marítimo y regulación del mantenimiento y explotación de los recursos serán inciertas. Ello ocurre porque la comunidad internacional no reconoce el concepto de dominio marítimo, sus agentes pueden percibir que el Perú no brinda seguridad jurídica en el mar y los tribunales supranacionales podrían concluir que el Perú se encuentra en rebeldía frente al ordenamiento jurídico global en la materia. Esta situación irregular genera vulnerabilidad.
El escenario donde más claramente se puede manifestar esa debilidad es la Corte Internacional de Justicia. Ésta entidad a la que el Perú ha recurrido para resolver la controversia marítima con Chile se preguntará sobre el entorno jurídico en el que el Perú fundamenta su incuestionable derecho. Teniendo en cuenta la escasa precisión del término “dominio marítimo”, el Estado quizás no podrá responder con certeza a esa inquietud.
Y menos cuando, al respecto, tenga que explicar la razón por la que no respalda un régimen reconocido universalmente como la Convención del Mar. La Corte no dejaría de notar la inconsistencia de la explicación. Especialmente cuando fue el Perú uno de los Estados que con más eficacia lideró la construcción de la “Constitución de los mares”.
Exponer al Estado a ese riesgo es insensato. Como lo es también mantener el marco de ambigüedad que hoy rodea las tareas de seguridad convencional, económica y ambiental en la zona. Al respecto cabe preguntar, por ejemplo, si las labores de interdicción, regulación de pesquerías o de concesión petrolera en la plataforma marina no mejorarían si la legislación local fuera expresamente compatible con la internacional.
Por lo demás, en ausencia de adhesión a la Convemar, las negociaciones económicas internacionales que procuran la mejor inserción externa del país arrastran una complicación innecesaria en tanto el Estado no muestra un territorio arancelario o fiscal cierto. Ello puede reflejarse, por ejemplo, en las dificultades que pueden surgir para determinar el origen de los productos marinos o la imposición de gravámenes (el concepto “dominio marítimo” no es una buena respuesta).
Si el Perú desea consolidar su Estado y mejorar su inserción internacional es indispensable que adhiera a la Convención del Mar.
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