El reciente paro nacional ha sido producto de una serie de reclamaciones sectoriales y regionales sin un común denominador que no sea el malestar social, la oposición al gobierno y el aparente inicio de un movimiento político que debe decantar una nueva plataforma electoral hacia el 2011.
Si ese es su significado interno, también tiene una implicancia internacional. Y ésta es poco loable: a partir de esta protesta, el Perú ha cancelado la condición excepcional de ser el país en la región con menor cuestionamiento sobre su estabilidad política. Es más, ahora se ha sumado al conjunto de países suramericanos que muestran mayores niveles de riesgo derivados de la intranquilidad social y ha contribuido a cerrar el círculo suramericano que muestra al subcontinente como identificado contemporáneamente con la insignia de la convulsión.
En efecto, a pesar de los mayores niveles de cohesión que muestra el país en relación a la mayoría de sus vecinos, el Perú ha sido arrastrado por los Estados con sociedades disconformes que encabezan, a un nivel felizmente lejano al nuestro, países como Bolivia y Venezuela. Nuestra incorporación a ese ambiente corresponde aún a los niveles de menor inconformismo que muestran Chile o Brasil.
La distinción es importante porque en el primer grupo de países la inestabilidad social es estructural (en el caso boliviano, ésta llega a cuestionar la viabilidad del Estado). En un segundo grupo podría encontrarse Argentina (allí el conflicto del gobierno con los productores agrarios muestra el mayor nivel de conflicto interno desde la crisis económica del 2000-2001). En un tercero grupo (el que integran Brasil, Chile y Perú) la inestabilidad emergente se identifica más con reivindicaciones redistributivas y de mejor acceso al mercado que actitudes plenamente cuestionadoras del orden establecido. En todo caso, la protesta no confronta al Estado como tal.
Si esa estratificación del conflicto interno es benigna aún con nuestro país, ello ciertamente, no es motivo de celebración. En efecto, hecha esta distinción, el status del Perú como el más estable de la subregión andina, siendo real, quisiera ser puesto en cuestión.
Ello no pasará desapercibido para quienes observan a las dos subregiones suramericanas (la andina y la del Cono Sur) de manera algo más desagregada. A partir de hoy, es posible que esos observadores vuelvan a priorizar una aproximación de conjunto a la evaluación suramericana marcándola, entre otras calidades, con el signo de las agrupaciones que no presentan un buen clima económico. Ello podría, por ejemplo, postergar el otorgamiento del grado de inversión para sus miembros con mejor fundamentos económicos.
Si el riesgo político se incrementara a ese nivel, el gobierno deberá compensar esa eventualidad con un mejor diseño e implementación de políticas sociales, apuntalar la gestión de los gobiernos regionales y promover políticas redistributivas que conduzcan, por ejemplo, a priorizar los impuestos directos sobre los indirectos como formas de equilibrar la responsabilidad social de los ciudadanos.
En cualquier caso, es bueno que estemos al tanto de que nos encontramos frente a un punto de inflexión. Ese nivel de alerta es indispensable para consolidar el buen gobierno que todos esperamos.
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