La amenaza terrorista se ha materializado en una estación de tren madrileña con una capacidad de destrucción masiva tal que puede tornar irrelevante la discusión sobre si el arma que se use en futuros atentados será sofisticadamente química o rudimentariamente artesanal.
Provocar daño catastrófico en un notorio centro occidental contando con segura cobertura de prensa global y una multitudinaria protesta ciudadana es lo que el terrorismo logró el 11 de setiembre del 2001 y siguió logrando este 11 de marzo. Si su violencia amplificada sigue siendo indiscriminada, su carga simbólica ha ratificado el ánimo de confrontar, en todo su espectro, a una cultura dominante (la occidental) atacando su sistema económico y de seguridad (las Torres Gemelas y al Pentágono) o su sistema político (la democracia en el caso español). Si en esto no hay diferencia entre ETA y Al Qaeda, ambas organizaciones y la red que patrocinan deben ser destruidas.
Este es un interés del núcleo de Occidente y también de su periferia que padece cotidianamente el agobio terrorista, especialmente en el área andina, pero que a veces quiere olvidar que también ha sido objeto de ataques mayores como los de la AMIA, los poblados petroleros colombianos o Tarata. El centro y la periferia occidentales pueden tener muchas diferencias, pero tienen un enemigo común que debe ser eliminado o rendido. Si los agredidos no lo reconocen así por temor a atraer la violencia, convivirán mortalmente con ella, como ha ocurrido en el pasado con Colombia, erosionando -y también corrompiendo- a la sociedad y a sus instituciones.
Estados Unidos se ha involucrado en esta lucha, con más razón (Afganistán) que sin ella (Irak según algunos) junto a la mayoría de los Estados europeos. Ahora que España ha recibido la respuesta terrorista, todo Europa debe reaccionar con bastante más eficacia operativa que la extraordinaria movilización solidaria de su ciudadanía. La fractura transatlántica a propósito de Irak debe acabar, los niveles de cooperación de las organizaciones antiterroristas de cada país europeo deben incrementarse hasta lograr la más alta coordinación -si no la fusión entre ellas, mientras las fuerzas de fragmentación incrustadas en las diversas y muy privilegiadas regiones europeas deben ser reevaluadas a manera de fortalecer, en el marco de la integración, la cohesión de los Estados que conforman la Unión.
Y así como Estados Unidos y Europa comprenden que no hay terrorismo sin terroristas, las acciones que se tomen contra cada una de las organizaciones que se encuentran identificadas como tales en las listas de esas potencias deben orientarse efectivamente hacia su definitiva confrontación. Dada la magnitud de la amenaza no es posible que estas organizaciones puedan tener en ciertas capitales europeas presencia tolerada en la medida en que su comportamiento "no viole la ley" (esta fue razón que las autoridades británicas dieron para no actuar, por ejemplo, contra el grupo que cobijaba a explícitos apologetas del terrorismo como el señor Olaechea o las españolas en relación a Batasuna).
Estas listas también deben formar parte del acervo de los Estados latinoamericanos en la lucha contra el terrorismo local o de alcance global. Ello ayudará a definir al grupo terrorista por su conducta antes que por su historia. Si aquélla es sistemáticamente terrorista, el grupo debe ser considerado como tal. Este es el caso, por ejemplo, de las FARC o del ELN colombianos, a los que se les sigue definiendo como guerrilla, insurrectos o apenas violentos. A la luz de las circunstancias y de sus propios hechos, estos grupos no pueden seguir siendo considerados como insurgentes en tanto controlan territorio y establecen en él sus propias reglas, mientras que los organismos subregionales declaran la paz en la zona.
Lo mismo vale para los agentes del narcotráfico que financian el terrorismo. La definición narcoterrorista debe dejar de ser sólo un modismo político o de prensa. Por sus actos y la incidencia de los mismos, ese agente debe ser tratado con el máximo rigor de la ley antiterrorista.
Ciertamente no estamos, como sugieren algunos, frente a la tercera guerra mundial. Pero sí frente a una amenaza cuya confrontación, según Toynbee, mide la capacidad de sobrevivencia de una civilización.
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